El otro día, tal vez la caprichosa casualidad o la incontestable causalidad me llevaron a recordar aquel majestuoso salto, mejor dicho, aquel incalculable vuelo, de un esplendoroso Michael Jordan que desoyó las leyes de la ciencia y la gravedad descubriéndonos en los límites del contador como animales divinos. Hoy vengo presurosa a hablarles de todo y de nada, de ese sublime salto que nos impele a salir de un ego auto-centrado, hundido y urdido por trazas de miseria en un tiempo que se agota en el límite del olvido. Gracias al sacrificio de su sangre y su vida este animal logra escapar de las migajas de una existencia vacía para entregarse al otro y lo otro. Hoy vengo a hablarles de ese 23 serigrafiado en la camiseta de quien nos enseñó que volar era posible en virtud del trabajo y compromiso, valores hoy tan denostados por un individualismo errante. Hoy quisiera recordarles que la tierra quizás puede quedar más allá del abismo precipitado del aquí y del ahora.
Este artículo no tiene sentido más allá que recordar que esos saltos no sólo existen, sino que aglutinan en una zancada en el vacío el pretérito arte de vivir, la suntuosidad de una eterna danza en el espacio, el equilibrio de los planetas zarandeándose más allá del musgo y el llanto de lo terreno. Hoy vengo a hablarles del vértigo angustioso de tratar de ser un sí mismo porque precisamente es al perderse que uno se encuentra, es al salir de sí cuando se es más propio. Es en el otro donde encontramos el yo y en el aire donde estamos más firmes. Hoy vengo a hablarles de un 23, un número cargado de potencia, de exigencia, un número que nos impele severamente a huir, a escapar, a vivir en las alturas del vértigo insondable del respirar con la vista puesta en el objetivo, absortos ante las ridículas y pasajeras voces que nos rodean. Escapando como un Walt Whitman que no se siente parte de los hombres y los observa con curiosidad, con la graciosa sonrisa del niño, de la princesa india, del gato silvestre y juguetón, de esa esplendorosa forma de existir que huye de lo cotidiano del morir. Alejarnos del bullicio, de la exigencia, para vivir la ingravidez de la sonrisa.
Hoy, como cualquier otro día, ese 23 nos persigue, corretea a nuestro alrededor descalzo y desobediente haciéndonos cosquillas cuando menos lo esperamos. La belleza secreta de un 23 que nos busca, la potencia de un 23 que nos llama y tal vez nos encuentre. El absurdo de estas breves palabras que fueron, han sido y serán escritas para alguien o mejor dicho para nadie, para aquél que tenga el honor de ser. Para el que, a pesar del tiempo, siga sabiéndose inmortal. Eso es sapere aude, y ahora, si me permiten y me lo permito, les espero en las alturas.