John se encontraba en su apartamento, rodeado de las sombras largas de un anochecer perpetuo. El eco de las noticias repetía, una y otra vez, las fracturas de una sociedad que ya no encontraba sentido en sí misma. Las pantallas brillaban con discursos llenos de odio y desesperación, una cacofonía de voces que parecían surgir de la misma oscuridad en la que él habitaba.
En su juventud, John había soñado con un mundo diferente. Había creído en el progreso, en la posibilidad de una vida mejor a través de la tecnología y la globalización. Pero esas promesas se habían desvanecido, sustituidas por la frialdad de un mercado que todo lo devora. “Vivimos en una sociedad de mercado, donde todas las relaciones humanas están mediadas por cálculos numéricos,” pensaba, recordando las palabras de un escritor que había leído en su juventud.
La alienación crecía a su alrededor. Sus vecinos, antaño seres humanos con los que compartía saludos y pequeñas conversaciones, se habían convertido en sombras. No había comunidad, solo individuos aislados, atrapados en sus propios mundos de consumo y producción. La política se había convertido en un teatro de lo absurdo, donde las ideologías tradicionales se mezclaban en una confusión postmoderna.
La llegada de los movimientos de derecha radical le sorprendió. Eran una respuesta furiosa y desesperada a un vacío que ya no podía ser ignorado. John asistía a sus reuniones, no por convicción, sino por un deseo de pertenencia, de sentir algo más allá de la apatía. Escuchaba a líderes que hablaban de identidad, de recuperar una gloria pasada que nunca había existido. En esos discursos, encontró un eco de su propia desesperanza.
Los días pasaban y la sensación de asfixia aumentaba. “El Occidente no está hecho para la vida humana”, pensaba, reflexionando sobre las palabras de un novelista que había descrito con precisión quirúrgica la miseria de su existencia. Los conflictos aumentaban, las calles se llenaban de manifestaciones y contramanifestaciones, una espiral de odio y violencia que parecía no tener fin.
Una noche, después de una de estas reuniones, John caminó por las calles desiertas de Pennsylvania. La luna brillaba pálida, testigo indiferente de un mundo en decadencia. “¿Qué esperanza puede haber en un lugar donde lo único que importa es el dinero?” se preguntaba. Pero no encontró respuesta, solo el eco de sus propios pasos resonando en la soledad.
Fue entonces cuando su teléfono vibró. Un mensaje emergió en la pantalla: «Has disparado a Trump». John sintió una mezcla de incredulidad y vacío. Las redes sociales estallaron con noticias de disturbios, incendios y enfrentamientos en las calles. La guerra civil, que muchos temían, pero pocos creían posible, había comenzado. Las divisiones que habían horadado silenciosamente el tejido social durante años ahora se manifestaban en un caos violento.
La noticia se extendió como un reguero de pólvora. Los estados se dividieron rápidamente en facciones, cada una atrincherada en su ideología. Las milicias armadas surgieron de la noche a la mañana, algunas bajo la bandera de la «libertad» y otras defendiendo lo que consideraban el verdadero espíritu de la nación. Las ciudades se convirtieron en campos de batalla, con barricadas improvisadas y toques de queda que solo incrementaban la tensión. Las fuerzas del orden, desbordadas y desmoralizadas, apenas podían mantener el control.
En Pennsylvania, los enfrentamientos eran particularmente intensos. La violencia no hacía distinciones: hogares destruidos, negocios saqueados y cuerpos sin vida en las calles eran el nuevo paisaje de la guerra civil. Las familias se dividían, amigos de toda la vida se convertían en enemigos y el futuro se volvía una sombra incierta.
John observaba todo esto con una mezcla de horror y resignación. Sabía que este caos era el resultado inevitable de un vacío espiritual que había sido ignorado por demasiado tiempo. Los intentos de llenar ese vacío con consumo y éxito económico habían fracasado estrepitosamente y ahora el país pagaba el precio de su ceguera. En el fondo, sentía una oscura satisfacción al ver confirmadas sus peores predicciones, pero esta se mezclaba con una profunda tristeza por la destrucción y el sufrimiento que veía a su alrededor.
La última vez que salió de su apartamento, John caminó entre los restos humeantes de su ciudad, consciente de que el vacío que había consumido su vida ahora consumía al mundo entero. Con cada paso, la sensación de pérdida se hacía más profunda y comprendió que no había retorno posible. El vacío no sólo había destruido su alma, sino que ahora devoraba el cuerpo y el espíritu de la nación. La devastación era total y, mientras observaba las ruinas, una voz resonaba en su mente, burlona y amarga: «Make America Great Again».