Tenemos el permiso del trovador
¿Qué harían ustedes si se encontrasen de pronto con los ojos de la muerte? No hace falta que me respondan, ya lo sé. ¿Qué otra cosa puede hacerse que decir las verdades, las bárbaras, terribles, amorosas crueldades? Espero que me comprendan si declaro abiertamente que nos rodea una bruma de tiempos mortíferos. La pandemia ha descolorido la cartografía barriendo medio mundo y destrozado el restante. La crisis ha dejado a las familias más afortunadas con dudas respecto al futuro y respecto al presente las menos agraciadas. Resistimos mal que bien a la ola de puridad neoconversa y falsaria fiscalizadora de lo políticamente correcto y sintéticamente puro, la excomunión se ha vestido con los ropajes de la reivindicación justa y rebelde y ha logrado amordazar y maniatar a los, cada vez menos, cerebros pensantes y almas palpitantes.
Hace unos años, aquel que supo dar vida a la poesía nos invitó a volver a desnudarnos ante las pupilas de la muerte. En uno de sus conciertos, nuestro querido Paco Ibáñez confesaba a un auditorio repleto de discretos amantes del verso y el acorde que hacía años que no interpretaba uno de los poemas de Gabriel Celaya. No tuvo reparos en admitir que había dejado de empuñar esa arma portadora de lo venidero pues, quizá de un modo demasiado optimista, creyó que ya había cumplido su función y que llegaba el momento de restablecerse de las viejas ofensivas y aplaudir la llegada de un tiempo otro más plácido y tranquilo.
Sin embargo, una carta que le había hecho llegar un joven de diecisiete años que se encontraba en ese mismo auditorio le instaba a retomar aquella arma cargada de futuro y hacerla rugir aquella noche, en aquel lugar. Fue entonces cuando Paco Ibáñez afirmó, no sin algo de tristeza, cuán equivocado había estado pues, desgraciadamente, era preciso volver a encontrarse con Celaya y los ojos ávidos de la fatídica dama, en modo alguno había pasado su hora. El cantante daba permiso a las generaciones venideras para tomar el poema y hacer de sus versos lo que considerasen oportuno. Abrió los párpados cansados de la muerte y los exhibió en público invitando a decir una vez más esas amorosas crueldades.
España, acero y metal
De este escenario pasamos a otro muy diferente o quizá no tanto, pues también hay una tramoya, también nos acompañan luces y, por supuesto, también asiste un público. La iniciativa Otras Políticas se presentó en el Teatro Olympia de Valencia encarnada en cinco mujeres: Mónica Oltra, Yolanda Díaz, Mónica García, Ada Colau y Fátima Hamed.
El pasado 13 de noviembre se presentaron estas otras políticas de siempre diciendo lo de siempre. Gabriel Celaya y Paco Ibáñez nos han permitido decir las rudas verdades, exponer sin tapujos ni piedad las bárbaras y amorosas crudezas, pues bien, me permitiré ese maldito lujo, aunque sea por un momento. Al ver arribar al escenario las cinco sonrisas andantes de las cinco protagonistas citadas, el vocerío irrefrenable de sus simpatizantes coreó entusiasmado «¡presidenta, presidenta!» dirigiéndose a Yolanda Díaz, actual ministra de Trabajo y vicepresidenta segunda del Gobierno, la misma que en el acto conmemorativo del centenario del Partido Comunista de España aclamaba las políticas de Joe Biden mientras levantaba el puño y entonaba las canciones de Silvio Rodríguez. Ya saben, las otras políticas de siempre diciendo lo de siempre. Las otras políticas que pasean el hiyab y lo ennoblecen presentándolo como un elemento revolucionario y reivindicativo menospreciando de este modo la lucha frenética de muchas mujeres que se juegan la vida por poderse quitar ese yugo de sus cabezas. Platicaron amables y armoniosas, limpias y puritanas, sus palabras profilácticas apelaban a los diversos que conviven en una simpática hermandad apacible y encaje perfecto. Las otras políticas de siempre diciendo lo de siempre.
Entre un sarpullido de vocablos bien intencionados sobre las bondades de sus políticas y los logros alcanzados, no dudaron en afirmar que su propósito era hacer “política bonita”. Cuando el discurso llegó a ese punto, cuando el atropello a la razón llegó a tales extremos, no pude evitar sentir cierta vergüenza a la que siguió un claro sentimiento de temor. Recordé, salvando con mucho las distancias, aquella estetización de la política a la que apelaba Leni Riefenstahl y que documentaba de una manera maravillosa en sus bellas secuencias perfectas. Recordé muy a mi pesar aquel bello, bellísimo jardín diseñado en los despachos alemanes por aquellos que aspiraban a purgar las malas hierbas. Un bello jardín que se erguía bajo un sinfín de cadáveres apilados.
Al fin y al cabo, ¿quién pone los parámetros de lo bonito?, ¿qué es lo bonito?, ¿la política ha de ser bella? Y si es así, ¿qué hacemos con lo que es considerado feo? Cuidado, señoras, cuidado, las palabras son armas cargadas de futuro y hay futuros más lúgubres que otros. Creo que poca poesía para el pobre destelló en el acto de las otras políticas de siempre donde se dijo lo de siempre. Una vez más, y que la mirada de la muerte me perdone, sólo veo un uso espurio y escenificado de la poesía estrangulando cada verso y dinamitando cada rima.
Ahora bien, una cosa es clara: quien trabaja por España en sus aceros hoy está en Cádiz reivindicando sus derechos en las calles y no en un teatro hablando de las bondades de una política profiláctica que no se mancha porque no sufre y que nos hace sufrir porque no se mancha. La política bonita no llega a los transportistas o a los ganaderos que no saben qué será de ellos en los próximos meses, tampoco a nuestros compatriotas palmeros, a los trabajadores afectados por la falta de suministros y a sus familias.
En un teatro hay escenas, focos, tramoya, guion y espacio para muchas palabras bonitas, en la vida real, no. La política subida al escenario puede permitirse el lujo de la tergiversación que busca embellecer un mundo que no se hizo siguiendo los dictados de la armonía, y mucho menos de “su” armonía. Las otras políticas de siempre, diciendo lo de siempre.
Ya hemos escuchado sus discursos, ya han removido nuestras entrañas y hemos visto cómo todo sigue igual. Seguimos necesitando de la poesía como del respirar y eso no hay político que pueda ni deba solucionarlo, eso es la vida. Y que Dios nos guarde de aquellos que usan las bellas palabras para aunar voluntades mientras otros llevan el dolor del mundo a sus espaldas. Celaya los maldijo, Platón los echó.
No podemos seguir. Seguimos
No me canso de escuchar a Celaya, de sentir su respiración en cada palabra, en cada verso. Su dolorosa y frenética verdad que es lanzada violentamente contra nuestras ideas preconcebidas, letras taciturnas que agitan nuestro pensamiento y nuestro sentir. Poeta curtido en fatigosas batallas que nos convoca a nuevos actos, que suplica por una finitud que lo invade e impide arrasar con todo aquello que quisiera.
Leer o escuchar a Celaya es volver a la vida, a una vida cruel e injusta que exige de nuestro pensar, que nos impele a movernos y continuar, a seguir con Beckett cuando no se puede seguir, pero hay que seguir y seguimos. No, no hay política bonita, pues la política como la poesía, no es un bello producto, no es un fruto perfecto, es lo más necesario lo que no tiene nombre, son gritos en el cielo y en la tierra son actos. Actos de trabajadores que se juegan la vida, de ciudadanía que se juega la existencia mientras que, con todos mis respetos, estas cinco señoras hablan de las otras políticas de siempre y dicen lo de siempre. Cinco líderes que, bajo la tendenciosa etiqueta de lo políticamente correcto, lastran tiránicamente el pensamiento poderoso y apenas si nos dejan decir que somos quien somos.
Bien, el tiempo apremia y, antes de que la muerte se marche quizá a algún mercado de Bagdad a buscar a cierto esclavo, antes de que su mirada se aparte de la mía y ya no me sea permitido decir aquellas amorosas crueldades que bárbaramente he querido exponer aquí, cerraré lanzando estas palabras de Celaya a las otras políticas de siempre que nos duermen diciendo lo de siempre:
Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse