Click para condenar: el arcaico placer de juzgar sin pensar

DALL·E 2024-09-06 18.17.45 - A cubist-inspired artwork with different colors, representing social media judgment. The central figure is fragmented into geometric shapes, surrounde

Hay algo profundamente inquietante en la rapidez con la que las redes sociales se han convertido en un escenario para emitir juicios. Todo ocurre en cuestión de segundos: un comentario fuera de lugar, un error humano, una mala interpretación… y en ese mismo instante, la maquinaria digital se pone en marcha. Se activa, impulsada por un instinto que, si uno lo piensa bien, tiene raíces en lo más profundo de nuestra evolución: la necesidad de señalar, de juzgar, y, si es necesario, de destruir.

Lo fascinante de todo esto es que, en el fondo, no es algo nuevo. Simplemente hemos actualizado nuestros mecanismos. Ahora, en lugar de lanzas y piedras, tenemos tweets y retuits. Pero el impulso sigue siendo el mismo.

El chivo expiatorio y la turba digital

René Girard, ese visionario que seguramente no usaba Twitter, ya lo veía venir. Su concepto del “chivo expiatorio” se ha convertido en el pan de cada día de nuestras vidas digitales. Las sociedades, según Girard, cuando se sienten amenazadas, canalizan su agresión hacia una figura que representa todo lo malo. Hace siglos, esa figura era real, alguien de carne y hueso, a quien podíamos culpar y sacrificar para restaurar el equilibrio. Hoy, esa figura es cualquiera que cometa el error de ser señalado en el momento equivocado y en el lugar equivocado: un tweet desafortunado, una opinión impopular, y de repente usted es la nueva víctima.

Lo más inquietante es que la sensación que acompaña a este acto colectivo es de moralidad. Nos sentimos bien, justificados. Es la nueva versión del circo romano, donde las multitudes se deleitan viendo caer a alguien desde la comodidad de sus dispositivos.

El placer del juicio: ¿justicia o entretenimiento?

Claro, podemos seguir fingiendo que todo esto tiene un propósito más elevado, que lo que buscamos es la justicia, una especie de equilibrio social. Pero la realidad es mucho más simple y, seamos honestos, más macabra. No es justicia lo que queremos, es el espectáculo. Nos gusta ver la caída de otro, nos gusta pertenecer a ese selecto grupo que está “en lo correcto”. Es como una droga: nos sentimos moralmente superiores, como si nuestra vida personal fuese un monumento de rectitud. ¿Y qué mejor manera de reafirmarlo que aplastando a quien se atreva a desviarse?

Por supuesto, todo este proceso está diseñado para ser rápido, visceral. ¿Para qué reflexionar? La reflexión es lenta, incómoda. Y en este mundo donde todo se mide por su viralidad, la paciencia no es una virtud rentable. Mejor tirar la primera piedra sin preguntar, mejor condenar sin escuchar. Total, si estamos todos de acuerdo, ¿qué podría salir mal?

El arte de juzgar sin pensar

Así hemos llegado a esta gran paradoja. El juicio rápido y la condena sin pruebas se han convertido en una nueva forma de entretenimiento. Lo hacemos con la misma facilidad con la que cambiamos de canal. Porque, al final, se trata de eso: entretenimiento. Y como cualquier buen entretenimiento, lo importante no es el fondo, sino la forma. Queremos que la historia sea buena, que el villano sea claro y que el final sea contundente.

Y ahora, si me lo permiten, vamos a añadir un toque más contemporáneo a esta ecuación. Porque, a estas alturas, ¿por qué gastar energía mental en pensar críticamente cuando un algoritmo puede hacerlo por nosotros? Así es, no necesitamos ser jueces morales, podemos delegar esa tarea a la inteligencia artificial. Ah, el progreso. Imagine un mundo donde ChatGPT le indique a quién debe usted cancelar cada día. Sería mucho más eficiente, ¿no cree? Ya no tendría que molestarse en revisar contextos ni buscar matices. Sólo confiar en la máquina. A fin de cuentas, ¿no es eso lo que hacemos ya, pero sin darnos cuenta?

La farsa de la moralidad digital

Y aquí llegamos a lo más sabroso del asunto: la moralidad, esa virtud que nos gusta enarbolar, no es más que una excusa. Fingimos que nuestro juicio es moral, que lo hacemos por un bien mayor, cuando en realidad es pura autoafirmación. No es que estemos preocupados por la justicia, lo que queremos es participar, sentirnos parte del grupo. Porque no hay peor temor que el de ser excluido. Es el miedo a ser el próximo en la lista de cancelados lo que nos mantiene activos en este gran teatro digital.

Pero no se preocupe, porque la próxima vez que sienta la necesidad de sumarse al linchamiento digital, recuerde: no está solo. Estamos todos juntos en esta farsa colectiva. Nos necesitamos mutuamente para justificar nuestro comportamiento, para reforzar esa ilusión de que somos los héroes de esta historia. Y cuando le toque a usted, cuando sea su turno de caer, no olvide que, al menos, habrá sido parte del espectáculo. Porque al final, ¿qué sería de un buen linchamiento sin público?

Twitter
LinkedIn
Facebook
Telegram
WhatsApp
Email

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Le puede interesar

Scroll al inicio
INCORRECCIÓN POLÍTICA

Únase al proyecto