Buenas noches, señores, espero que hayan podido disfrutar gustosamente de este descanso merecido en nombre de nuestra amada y amable Constitución española. Hoy le dedicaré unas ligeras palabras y dispénsenme si no me quito el sombrero para hacerlo:
En la amalgama de capítulos y epígrafes que conforman la Constitución se desdibuja la claridad que la filosofía podría conferirle. En su esencia, la Carta Magna española se erige como un texto premeditadamente ambiguo, un compendio de enunciados que, en su afán de conciliar intereses diversos, termina por ocultar las grietas y contradicciones que subyacen en su estructura. La ambigüedad, lejos de ser un mero descuido, ha resultado una estrategia deliberada para evitar afrontar los problemas fundamentales, una suerte de escondrijo bajo la alfombra de la retórica legal. Lo más manifiestamente sangrante es como muchos aclaman tal ambigüedad como si de un amparo de la pluralidad se tratase. Disiento. Probablemente no hubo más remedio, dadas las circunstancias históricas, pero dejen de presentarnos como virtud los resortes de la necesidad.
Siendo una de las funciones de la filosofía la aclaración y clarificación de los conceptos, queda ausente en este corpus normativo y es precisamente esta falta de fundamentación filosófica la que deja a la Constitución huérfana de principios profundos que guíen su interpretación y aplicación dejando espacio para interpretaciones laxas y permitiendo que los intereses particulares se impongan sobre el bien común. En un contexto donde las decisiones que determinan el presente y el futuro político de España (por no decir también su pasado) se toman lejos de aquí y nuestra maltrecha andadura está marcada por los vaivenes de los nacionalismos, surge la pregunta acuciante:
Si asumimos que…
La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas (art. 2, CE).
… entonces, ¿qué es Nación y qué nacionalidad? Y en todo caso, ¿se refiere a una suerte de nacionalidad cultural, histórica o política? Más aún, ¿qué es el derecho a la autonomía y quién el sujeto de ese derecho? Podría seguir, pero de entrada estos interrogantes elementales permanecen sin respuestas claras y de ahí todo lo demás.
En fin, señores, qué les puedo decir que no sepan ustedes ya, las decisiones adoptadas en el pasado, en aras de una «concordia» efímera y de un orden de prioridades a todas luces errado, han resultado en una situación donde la falta de claridad conceptual y la ambigüedad normativa se han vuelto moneda corriente. Privatizar el territorio común se presenta disfrazado como una medida progresista, alegando buscar el bienestar, cuando en realidad oculta agendas que erosionan la esencia misma de lo público y, para más inri, muchos se vanaglorian de hacerlo «en nombre de la Constitución» y en aras de una inexplicada «profundización democrática».
Con todo, volvemos del puente con menos esperanzas que antes, pero con más trabajo que nunca. En este contexto, la llamada a la filosofía resuena con mayor fuerza si cabe que ayer. Necesitamos más filosofía para desentrañar las capas de ambigüedad y desvelar los conceptos subyacentes a la narrativa política. Es imperativo trascender las tertulias de media tarde, los dimes y diretes de unos y otros, los (in)explicables cambios de opinión. Pensar, pensar, penar. Y, sí, desde la crítica, desde el sinsabor amargo del escepticismo, me quito el sombrero: ¡Viva la Constitución española!