Cuando el mundo no es suficiente. Reflexiones sobre la emotividad patriótica para un 12 de octubre

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Las luces

Últimamente salen a la palestra los viejos personajes de antaño, oímos cabalgar al Cid por las mesetas de Castilla, sentimos el feroz oleaje marino que infla las velas de las naves que se dirigieron a la Nueva España, sentimos el fulgor de los campesinos que se enfrentaron al ejército napoleónico, vemos pasar a Isabel la Católica, a Felipe II, y a toda suerte de personajes históricos que a muchos enorgullecen y a tantos otros aborrecen.

¿Cuál es el problema del amor a la patria? ¿Cuál la vergüenza de reconocer las no pocas victorias de esta tierra que nos vio nacer? “Ninguno”, me dirán, sin embargo, esos mismos que niegan su repudio saltan prestos al debate para presentar a una España sombría, siempre a la zaga, retrasada, anticuada, España cerril de toreros y bestias, de salvajes y barbarie. Si me permiten, con todos mis respetos, yo reniego de ellos, pues considero ingrato no cantar las alabanzas de un pasado de luces y sombras sobre el que nos alzamos. Me parece impropio no reconocer a aquéllos que nos sucedieron pues, sin ser más ni menos que los aquí presentes, sobre ellos nos alzamos, ellos nos sostienen. No hablo de una actitud acrítica del pasado, hablo de gratitud y de reconocer el lugar de uno en el mundo.

 

Las sombras

No obstante, y he aquí lo peliagudo a la par que interesante del asunto, reconozco que el amor a la patria es un amor agridulce para aquellos que nos reconocemos en un cierto racionalismo ilustrado. Reconozco las contradicciones propias de un corazón encarnado y apasionado que siente más, y más fuerte, por lo cercano que por lo lejano. Reconozco la amargura de sentir más hondo el calor de mi hogar por ser mi hogar y el dolor de mi casa por ser mi casa. Reconozco cuán fútil es que nuestras pasiones se descarríen en la lejanía de gentes e historias que se hablan en otras lenguas, en otros lugares, en otros tiempos.

Esta misma contradicción manifiesta e irremediable se atisbó cuando el pueblo francés quiso encender las luces de la razón para alumbrar al mundo y su luz no llegó más allá de los Alpes y los Pirineos. Se vio claramente en ese majestuoso proyecto de los que se atrevieron, con audacia y coraje, a proclamar los Derechos del Hombre y del Ciudadano allá por 1789[1]. Efectivamente, del hombre, de cualquier hombre. Una persona a la que ya no se le preguntará por su origen, sexo, religión, profesión, lengua, la persona sin atributos que pasa a ser un cualquiera, un ciudadano sin más (ni menos).

Nada más bello y noble que ser un ciudadano, un sujeto de derechos, deberes y libertades. Pero, he aquí la amargura de la que les hablaba, este ciudadano no es un ciudadano universal, no es un ciudadano del mundo, fue el ciudadano francés. La parte amarga de la historia es que no era posible extender el proyecto ilustrado más allá del estado nación. De modo que esta declaración de los derechos del hombre se limitó a los derechos del ciudadano al que habría que añadir la coletilla del gentilicio.

Lo queramos o no, hasta el momento, las únicas plataformas que han podido hacer efectivo de una manera más o menos costosa el ejercicio de los derechos y de las obligaciones de los ciudadanos son los estados nacionales, precisamente los mismos que albergan nuestro amor más conspicuo e íntimo. Ya en su momento se planteó, con el surgimiento de la Unión Europea, cómo extender ese patriotismo más allá de los estados logrando algo así como una “ciudadanía europea”. Un sentimiento de unidad que lograse cohesionar socialmente regiones tan diversas y orientarlas hacia un proyecto compartido. Para resolver esta encrucijada no tardaron en voltear la mirada hacia el filósofo en boga, por supuesto, me refiero a Jürgen Habermas que, en aras de resolver la cuestión, puso sobre la mesa la idea de un ‘patriotismo constitucional’[2].

El filósofo percibió la necesidad de contar con un soporte emocional para sostener los principios políticos, creyó posible tomar las emociones y ligarlas a los principios universales plasmados en la constitución. Realmente su proyecto tiene sentido, pero se torna demasiado ortopédico y artificial, le falta sinrazón, carece de ímpetu y trazas de espontánea locura. Habermas habría obviado el apego intenso por la nación. De esta manera, me uno irremediablemente al calificativo con el que Martha Nussbaum se refirió a esta idea del director de la Escuela de Frankfurt: emotividad aguada.

Y tenemos ante nosotros una clave fundamental de todo este embrollo, y es que el patriotismo no surge de la fría razón sino de la razón encarnada, rehúye el abstraccionismo y se refugia en el cálido rostro y de lo reconocible por cercano. Nuestros afectos y deseos pierden fuelle conforme se agrandan las distancias. Nuestro amor siempre es por la patria chica, por el terruño y la caseta, todo ello, por azaroso (e incluso injusto) que pueda parecer, tiene sentido evolutivo y absurdo sería no reconocerlo.

Ahora bien, y he aquí la pregunta del artículo que me temo que habré de dejar en un interrogante que nos hostigará una y otra vez sin ser zanjado. ¿Es posible, si acaso deseable, extender la emotividad patriótica más allá de los lindes de la nación? ¿No es este primer amor necesario para poco a poco ir más allá de las fronteras y plantar camaradería dónde sea oportuno? Y no, no me refiero a un sentimentalismo barato propio de populistas sin patria que sólo buscan rédito y agitar las pasiones más bajas. Me refiero a una emotividad bien orientada, a un amor nacido del sentimiento y la razón, a una fraternidad entre cualquieras sin atributos, apellidos e insignias. Me refiero a ese amor que ya no es ni erótico ni filial, ese otro amor que quedó agazapado en el transcurso de la historia y que recibe el nombre de ágape. ¿Es posible? ¿Es deseable?

 

Los fantasmas

Entonces llegan los demonios del nativismo bajo las formas más insólitas, una mujer, madre, italiana y cristiana que aludiendo a la “universalidad de la cruz” la traiciona recortando la humanidad a placer. Entonces llegan los dolores del nativismo bajo la forma de desprecio y odio, de prohibición y muro. Entonces llega el miedoso, funesto y terrible nativismo de quien se repliega ante la negrura que se figura en el horizonte. Y ante ese terrorífico fantasma que, ahora sí, recorre Europa, no siento pavor o desprecio, pues conozco la raigambre de prejuicios románticos y sombríos en los que radica, mas sí un profundo y firme rechazo.

¿Dejaremos que estos nuevos títeres del “espíritu del pueblo” decidan quién es ciudadano digno de respeto y acogimiento? ¿Nos sumaremos a esta nueva deriva idealista que se esconde en el terruño para rehuir la realidad reservándose el derecho de admisión? No cuenten conmigo. Ahora bien, tampoco me verán entre aquellos que deciden espolsarse el problema anunciando el retorno del ‘fascismo’ y desprecian la emotividad patriótica negándola y ridiculizándola. Flaco favor nos hacen estos así llamados ‘progresistas’ que regalan graciosamente las pasiones originarias a quienes se erigen con el discernimiento de distinguir entre salvados y condenados; condenados a vagar entre cayucos, condenados a mendigar por ser personas a los ojos de los demás, condenados a venderse a las mafias, condenados a malvivir de prestado, condenados al fondo del Mediterráneo.

Hoy es 12 de octubre y celebro mi patria chica. Hoy es 12 de octubre y estoy orgullosa del lugar que habito, porque me pertenece en la misma medida en que le pertenezco. Hoy es 12 de octubre y tengo mucho que celebrar. Celebro que la cultura que me sostiene se base en un principio fundamental: el mestizaje. La mezcla, la argamasa informe de genes, lenguas, cultos. Ni emotividades aguadas, ni fervorosos golpes de pecho rancios y pretéritos. Hoy es 12 de octubre y lo celebro porque es un día de lo común, un día del cualquiera, un día que nos aproximaría a la vacuidad del ciudadano sin atributos. Celebro el 12 de octubre porque, en lo que a igualdad, libertad y fraternidad respecta, non sufficit orbis.

 

[1] Como se había visto previamente en aquellos dominicos y franciscanos cuyas proclamas fueron la avanzadilla de las Leyes de Burgos que culminaron en la Ordenanza de Valladolid.

[2] En la entrevista que Habermas concedió a Jean-Marc Ferry en 1988, se refiere al patriotismo constitucional como el logro de superar el fascismo en Alemania e instaurar un Estado de derecho anclado en una cultura más o menos liberal. Este patriotismo no podría negar que para el enrizamiento de los principios universalistas “es menester siempre una determinada identidad”.

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