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Desanúdese la corbata, et pereat mundus. Una reflexión sobre las medidas de ahorro energético y la neurosis colectiva

Diseño sin título (10)

Se hizo la luz y sobrevino el apagón

Nuestro flamante Presidente del Gobierno compareció en rueda de prensa el viernes 29 de julio para anunciar las ansiadas medidas de ahorro energético que nos tienen a todos en vilo y a las Comunidades enfrentadas (para variar). La prensa llevaba días elucubrando en qué podrían consistir tales recomendaciones y nos explicaba qué se estaba llevando a cabo en otros países advirtiéndonos de que éstos estaban en peores condiciones que España, por lo que seguramente no nos veríamos obligados a llevar a término tales “sacrificios”.

Y, por fin, se hizo la luz (bueno, precisamente la luz, no…). Apagón de luces en escaparates y edificios públicos desocupados a partir de las 22h y limitación de la temperatura del aire acondicionado a 17°C y de la calefacción a 19°C en administraciones públicas, establecimientos comerciales, recintos culturales y estaciones (con algunas excepciones como centros educativos y sanitarios, gimnasios, etc.). Estas han sido finalmente las medidas estrella del Gobierno, las que ahora se discuten y debaten, pero eso ha sido con posterioridad, el día 29 nadie reparó en estas decisiones, en el momento de la comparecencia sólo una propuesta fue anunciada a los cuatro vientos por los medios de comunicación quedando el resto obnubiladas por unas palabras que fueron el broche de oro y acapararon todos los titulares:

Y antes de terminar, sí me gustaría que vieran que no llevo corbata; eso significa que podemos todos también ahorrar desde el punto de vista energético y he pedido a los ministros y ministras, a todos los responsables públicos y al sector privado, si aún no lo ha hecho, que cuando no sea necesario, que no utilicen la corbata, porque así también estaremos haciendo frente al ahorro energético que tan necesario es en nuestro país[1].

El artículo que hoy quisiera escribir no pretendo que sea ni mucho menos una crítica a este último anuncio que despertó tanto interés y ocupó tantas horas de tertulias televisivas y mensajes más o menos graciosos en redes sociales. Las pongo de relieve y me parecen del todo interesantes porque creo que fácilmente pueden llevar a estas otras:

Lo que es realmente difícil de aceptar (al menos para nosotros, los occidentales) es el hecho de vernos reducidos al rol impotente del observador pasivo que lo único que puede hacer es sentarse y contemplar cuál será su destino. Para evitar una situación como esta, tendemos a enfrascarnos en una actividad frenética y obsesiva, reciclando papeles viejos, comprando alimentos orgánicos, lo que sea, con tal de asegurarnos de que estamos haciendo algo, una contribución, como el hincha de fútbol que alienta a su equipo frente a la pantalla del televisor en su casa, gritando y saltando del sillón, creyendo de manera supersticiosa que eso ejercerá alguna influencia en el resultado…

Este es un fragmento de un artículo que el filósofo esloveno Slavoj Žižek escribió para The Guardian y que fue publicado el 21 de mayo de 2014. Žižek, que no olvidemos, también es psicoanalista lacaniano, nos regala una genial observación que nos pone frente a frente con una terrible y nada improbable posibilidad: ¿y si no hay nada que nosotros individualmente podamos hacer para combatir la crisis climática?, ¿y si la suma de innumerables esfuerzos no es más que la manera benevolente que hemos encontrado para librarnos de un sentimiento de terror culpable por algo que nos sobrepasa y que seguirá su curso con o sin nuestra intervención (y sin nuestro permiso)?

 

Sísifo en el supermercado ecológico

Quisiera obviar por un instante el conflicto militar y la dependencia del gas ruso para circunscribir este escrito al cambio climático y nuestro plan de acción para revertir la subida de las temperaturas y el colapso ambiental.

Nos vemos convidados por nuestras autoridades a llevar prácticas de reciclaje, reutilización y reducción en nuestro día a día (las famosas 3R). No somos pocos los que andamos como locos intentando descifrar a qué contenedor va cada uno de los componentes de un envase mixto o que buscamos cual oasis en el desierto algún punto limpio en el que depositar los aparatos electrónicos que, gracias a la siempre oportuna obsolescencia programada, han dejado de funcionar cuando más los necesitábamos. Nos sentimos obligados a consumir productos ecológicos, a llevar con nosotros bolsas de tela (cuántas más, mejor, nunca se sabe) y hay quienes ya se pasean con pajitas de aluminio por si se dejan caer en algún Starbucks o FiveGuys y quieren deleitarse con un hiperpalatable batido o frappè. Así somos, animales deambulantes con harapos de segunda mano y patinetes eléctricos ecosostenibles y ultrasilenciosos.

Ahora bien, si nos fijamos por un momento las cifras veremos que el panorama es algo desolador y que la vida sin pesticidas no deja de emanar un hedor poco halagüeño. Según los últimos datos que nos presenta el INE, los de 2019, los hogares consumen tan solo un 25% de la energía eléctrica en España y apenas un 4,8% del gas natural, el grueso se lo lleva la industria y los servicios con un 69,7% y un 92,1% respectivamente.

 

 

 

Para hacernos una idea, en 2014, el 43% del consumo energético de las familias estaba destinado a la calefacción, el 25% a electrodomésticos, el agua caliente supuso un 18% de nuestro gasto y la cocina, la calefacción y el aire acondicionado apenas ocuparon el 14% del total. En pocas palabras, calentarnos, mantener los alimentos frescos y la ropa limpia acaparan la mayoría de nuestro consumo en el hogar. Somos animales de costumbres, querámoslo o no.

 

 

 

Si, por su parte, nos fijamos en la evolución del consumo a nivel mundial los datos son más desesperantes si cabe:

 

 

Los números pueden echar por tierra nuestros pequeños esfuerzos hercúleos, el ascenso es continuo. En 1990, EE.UU. encabezaba el consumo eléctrico con 3,219 TWh, en 2021 lo hace China con un consumo de nada más y nada menos que 8,537 TWh (+5,318TWh)[2]. El segundo puesto que en 1990 era para Rusia con 1,082 TWh, el año pasado fue ocupado por EE. UU. con 4,381 (cabe reseñar que Estados Unidos no ha dejado de incrementar su gasto, simplemente se ha visto adelantado por el gigante asiático que se ha incorporado al mercado capitalista con una fuerza arrolladora). Es llamativo que la India que en 1990 era el décimo país que más consumía (289 TWh), en 2021 fue el tercero consumiendo 1,280 TWh más (esto es, un aumento de 1,669 TWh en treintaiún años).

 

La sinrazón tiene razones que la razón no conoce

La pregunta que en su día se hizo Lenin y que dio título a uno de sus tratados políticos parece que ahora se vuelve contra nosotros: ¿Qué hacer? No obstante, si volvemos al extracto del artículo de Žižek tal vez esta natural cuestión esté de más. Seguramente no podemos hacer sino lo que ya hacemos. Seguramente nos vemos impelidos a seguir coleccionando bolsas de plástico para reutilizarlas en su debido momento, haciendo los números de contorsionismo más variopintos para cruzar una minúscula cocina hasta arriba de cubos de la basura para los diferentes tipos de residuos. Quizá no tengamos más remedio que continuar jurándonos a nosotros mismos que la verdura ecológica no sólo es más amable con el medio ambiente, sino más sabrosa y saludable y que el precio vale la pena.

Seguramente seamos animales incapaces de asumir que lo más probable es que nosotros no podamos hacer nada. Y creo honestamente que eso dice mucho de nosotros y nada malo. Somos criaturas inconformes con nuestro destino fatal. Somos esos animales conscientes de su fatuidad que no se resisten a vivir. Y aquí nos tienen haciendo todo tipo de veleidades (arte, cultura, ingeniería, política…) para hacernos un hueco en una trascendencia en la que decimos no creer, pero que ansiamos silenciosamente. No podemos evitarlo, y está bien.

Algo similar puede atisbarse en el comportamiento político. Se ha comparado muchas veces al votante con el homo œconomicus[3]. Son numerosos los estudiosos de las ciencias sociales y del comportamiento humano que han guiado sus obras en base a esta equiparación. Sin embargo, siguiendo tal analogía, resulta que el costo de ir a votar (informarse de las diferentes candidaturas, estar al tanto de lo acontecido en campaña, dedicar algo de tiempo a tomar la decisión, levantarse la jornada electoral, ir al colegio correspondiente e introducir la papeleta en la urna) es muy superior al beneficio que se obtendrá pues un voto, tomado individualmente, no varía en absoluto el resultado final. Éste será exactamente el mismo esté o no su papeleta en la urna correspondiente. Y, sin embargo, el día de las elecciones gran parte de la población va a votar y lo hace con convencimiento y, por qué no decirlo, algo de ilusión. ¿Por qué? Pues muy sencillo: porque el elector no es un comprador.

Esa irracionalidad (desde la lógica economicista) que resplandece jornada electoral tras jornada electoral surge de nuevo en esta controvertida cuestión. Seamos sinceros, depositar el envoltorio de un regalo en el contenedor adecuado o prescindir de la corbata en verano no cambiará nada, podríamos preguntarnos cuál es el número de personas y cuántas conductas en la “buena dirección” son necesarias para que se palpe algún efecto y seguramente nos llevaríamos las manos a la cabeza de desesperación. Sin embargo, seguimos actuando de una manera, no diré cívica, que también, sino, sobre todo, acorde a nuestro temor de no sentir que nos conformamos con el cataclismo sin pelear hasta el final, sin «quemar el cielo si es preciso, por vivir».

Así pues, ante la pregunta de Lenin (¿Qué hacer?) creo que la respuesta no puede ser más que una: quitémonos la corbata, pero no dejemos de exigir a los que tienen un poder efectivo y real medidas contundentes que vayan más allá de satisfacer nuestra cada vez más fatigada psique. No nos quedemos con las medidas cosméticas y de frenopático que nos ofrecen para ganarse nuestra simpatía (y voto) ni contribuyamos cobardemente con un asentimiento impasible ante un reparto injusto y desigual de una carga como ésta.

Con todo, quizá sea cierto, como apunta Žižek, que nuestras acciones no se sustentan sino en una creencia supersticiosa que se engaña pensando que su escueta contribución ejerce alguna influencia en el resultado por mínima que sea, una creencia tan balsámica como falsa. Es posible, pero tenemos que seguir viviendo y la parálisis trae consigo el peor de los augurios. El animal racional se torna racional precisamente en esta consecución irracional de actos que calman la angustia vital que siente el que ve que todo se acaba. Quitémonos las corbatas, pero no perdamos el norte. En ésta nos la jugamos. Un poco gramscianamente: que el pesimismo del intelecto no le robe alas al optimismo de la voluntad.

 

[1] https://elpais.com/espana/2022-07-29/pedro-sanchez-se-quita-la-corbata-para-ahorrar-energia-y-dar-ejemplo.html

[2] https://datos.enerdata.net/electricidad/estadisticas-mundiales-produccion-electricidad.html

[3] Término empleado por la escuela neoclásica de economía para referirse a la conducta humana basada en un cálculo coste-beneficio. Siguiendo esta idea, en On the Definition of Political Economy and Method of Investigation Proper to It (p. 70) John Stuart Mill definió al hombre en los siguientes términos: “un ser que, inevitablemente, hace aquello con lo cual puede obtener la mayor cantidad de cosas necesarias, comodidades y lujos, con la menor cantidad de trabajo y abnegación física con las que éstas se pueden obtener”.

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