Disculpen, yo no lo entendí así. ¿Michel Foucault adalid de lo políticamente correcto?

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Apocalípticos e integrados

Más de una vez he asistido asombrada a lo que yo entendía una mala lectura o interpretación de un pensador bien conocido como es Michel Foucault. De un lado y otro, reivindicando una bandera u otra, toman su nombre para defender o atacar (según quien lo profiera) declaraciones del todo variopintas. Sinceramente, es un uso legítimo para sus propios intereses, lo cual ya es mucho, sin embargo, no salgo de mi asombro cuando recuerdo al Foucault que yo leí. 

Disculpen, yo no lo entendí así.

Uno de los debates de la actualidad, una vez se agota la retaría de recriminaciones sobre la gestión del Covid-19, la situación económica o la siempre candente cuestión catalana, es la política identitaria donde suele encuadrarse sin orden ni concierto el cambio climático, la inmigración, el neomaltusianismo, el feminismo, los grupos LGTBI, el animalismo, el veganismo, proteccionismo, progresismo, globalismo y muchos otros ismos[1]. Unos argumentan, por ejemplo, que debemos promover una política de puertas abiertas haciendo oídos sordos a los problemas que de ella se derivan, otros simplemente pondrían rumbo a las costas marroquíes y hundirían los buques de las mafias que trafican con las personas inmigrantes para después negociar con el gobierno marroquí. «¡Buenistas!», «¡desalmados!», así se dirigen unos a otros mientras el mar se llena de cadáveres y Canarias de personas con escaso futuro. El tema de la inmigración es muy jugoso, pero el mismo tipo de dialéctica visceral se hace ostensible cuando hablamos de género, por ejemplo, y el derecho de los menores a comenzar tratamientos para cambiar de sexo o si el Estado debe intervenir o no en la educación moral de los niños.Normalmente, la izquierda ha solido llevarse el gato al agua apelando a los más íntimos sentimientos de humanidad y libertad que todos tenemos; los conservadores los tachan de idealistas e inconscientes para después buscar a la cabeza pensante que pudo propiciar un panorama de efervescencia emocional y decadencia moral tan acusado: «¡la Escuela de Frankfurt lo empezó todo!», «no, es Gramsci y su maldita hegemonía cultural», «¡Nietzsche, los alemanes siempre están detrás!»; hasta que de pronto se hace un extraño silencio y un tercero culmina: «no se equivoquen, es el pensamiento francés, todo viene de Foucault». Los demás asienten, se acabó la discusión. 

Romper consensos, abrir debates

Bien, comencemos a pensar. Primeramente, no creo que Foucault tuviera tanta inventiva como para ser uno de los principales promotores del globalismo y la progresía benefactora que está detrás de muchas de las campañas a las que se hace referencia, desde luego el Foucault que yo leí, no. No quiero con ello desmerecer su producción teórica, ni mucho menos, pero creo que sus intereses iban en una dirección bien distinta y tildar su obra de extremista o intransigente sólo es posible si hacemos lo mismo con la de Kant, John Stuart Mill o cualquier autor ilustrado. Sin embargo, no veo que nadie se atreva a leer un parágrafo de la Crítica de la razón pura escandalizándose de cuan daño a hecho a la razón y al buen entendimiento. No negaré que son muchas las críticas formales que podrían hacerse al trabajo de Foucault y seguramente más de uno se viese tentado a cuestionar ciertos modos de vida que practicó o defendió, creo que no es ese el debate. Si algo he de reconocer a Foucault es aunar en su obra dos actitudes fundamentales que encarnaron Nietzsche y Kant y que, a mi entender, está a la base de todo proyecto que se pretenda crítico y en línea con la Modernidad: del primero, el desmontaje de toda verdad trascendental y del segundo una defensa a ultranza de la crítica, el cuestionamiento de los límites y de la posibilidad y conveniencia de su traspaso. 

Si hubiera que señalar el origen de la controversia podríamos tomar este fragmento: 

Si el genealogista se toma la molestia de escuchar la historia más bien que añadir fe a la metafísica, ¿qué descubre? Que detrás de las cosas hay “otra cosa bien distinta”: no su secreto esencial y sin fecha, sino el secreto de que no tienen esencia, o de que su esencia fue construida pieza a pieza a partir de figuras extrañas a ella (Foucault, 1988, p. 18). 

¿Qué se desprende de este fragmento? La historicidad de la verdad. La construcción de la realidad. El juego del poder. Lo que nos deja lejos de la tiranía de los universales, fuera de la línea trazada por la Historia o la Providencia. Nos deja a la intemperie. No hay naturaleza esencial detrás de las cosas, sino una historia que hay que trazar y que está plagada de intrigas, luchas y un sinfín de actitudes nada honrosas. Pongamos un ejemplo, hoy por hoy el asesinato resulta inaceptable en todo punto y bajo cualquier circunstancia, por tanto, podemos decir que en términos morales se comporta como un universal: nunca se debe matar. Bien, trasladémonos a la Antigua Roma o a un contexto de guerra, ¿sigue siendo tan incuestionado este principio aparentemente inapelable? Podemos argumentar que estamos más evolucionados que las sociedades antiguas, que el ser humano ha aprendido, que el transcurso de la historia conlleva progreso y mejora. Me parece aventurada semejante opinión. Foucault, a mi modo de ver, afirmaría que simplemente son distintas epistemes, inconmensurables entre sí, lo cual comparto. Volvamos al presente: si tuvieras la posibilidad de matar a quien está apuntando a tu madre con un arma, ¿lo harías? Cuanto menos, surgen dudas.

Otro ejemplo más cercano a las políticas identitarias es la comprensión del hombre con una serie de cualidades esenciales, un perfil definido, una serie de principios y valores elementales, algo que la propuesta de Foucault viene a desmontar. ¿Dónde queda toda esa naturalidad en lo que respecta a la orientación sexual?, ¿por qué a un hombre le tiene que atraer una mujer y viceversa? «Esta cuestión está superada», se dirá, «sólo unos pocos fanáticos cuestionan la homosexualidad en términos morales». Seguramente, pero no desde hace tanto tiempo. Antes simplemente era natural la idea de la heterosexualidad, en cambio hoy la homosexualidad se ha integrado en el imaginario colectivo con esa misma naturalidad. Como vemos, los perfiles son cuanto menos muy difusos. Así pues, lo bueno, lo malo, la verdad y la mentira, lo natural y lo antinatural, lo son hoy, aquí y ahora; ni lo han sido siempre, ni lo son así en todo lugar ni contexto y, sobre todo, no tienen por qué seguir siendo así.

La segunda herencia que Foucault integra a su obra y vehicula en coherencia con la anterior es la crítica kantiana:

La ontología crítica de nosotros mismos (…) hay que concebirla como una actitud, un ethos, una vida filosófica en la que la crítica de lo que somos es a la vez análisis histórico de los límites que nos son impuestos y prueba de su posible transgresión (Foucault, 2006, p. 97). 

Tenemos pues dos cosas claras: las verdades universales no existen y es perentorio conocer el momento histórico en el que surgieron en aras de desvelar su vacuidad. Trascendentales como el bien, la belleza, el hombre, etc., van despojándose de sus máscaras cuando el genealogista/el filósofo se adentra en la puerilidad de su nacimiento. ¿No es una muestra de ello la historia del arte en el que los distintos estilos se suceden y mezclan de tal modo que lo inaceptable ahora es cotizado después?, ¿tiene sentido bramar «no matarás» al soldado en una guerra o «no robarás» al niño huérfano de Bangladés?, ¿no es y ha sido la violencia un acompañante fiel en la historia humana?, ¿no parecía muy fundamentada la batalla frente al fascismo o el comunismo? «¡Eran otras circunstancias, casos extremos!». Si es así, concédanme como mínimo, que ya no estamos ante universales, si acaso, ante cuasi-trascendentales. 

La cuestión que se plantea, que se nos plantea, es que lo que consideramos sentido común es un sentido construido. ¿Equivale esto a tener que transformarlo?, ¿por el mero hecho de que matar no es necesariamente malo, tenemos que aceptar el asesinato como algo aceptable?, ¿hemos de cambiar de régimen político simplemente porque la democracia es una posibilidad entre otras muchas? Y aquí está la respuesta: no. Una cosa es descubrir la construcción de la realidad, otra muy distinta es la obligación de cambiarla si creemos que es la más oportuna.

Pereza intelectual

El Foucault que yo leí no quiso que ninguna concepción del mundo se impusiese y gobernara sobre las otras bajo pretexto de universalidad, más bien al contrario. Descubrir el gran teatro del mundo nos revela que todo está abierto y la obra de Foucault nos impone la labor de asegurarse de que así sea, de que los debates sean presentados y nada escondido en el santo sanctorum de lo que debe ser. Su trabajo nos revela cómo el poder trata de solidificarse en un pensamiento único que puede mostrarse con aires progresistas o conservadores, apoyarse en fundamentos religiosos, étnicos o de cualquier índole, pero al que uno está tan acostumbrado que ni siquiera se plantea discrepar. Evitar esa farsa es la batalla a la que ha de encomendarse quien sueñe con la libertad. 

De este modo, volviendo a la cuestión de lo políticamente correcto que hoy día se esparce por la sociedad limitando nuestro pensamiento en los temas más controvertidos, creo que se comete un gran error incluyendo a Foucault entre sus impulsores. Más bien, lo consideraría su más fiero oponente. Si echamos un vistazo a su vida, advertimos que defendió muchas luchas con las que uno puede o no comulgar, pero si no entendí mal su obra, es un disparo en la línea de flotación del buenismo, lo políticamente correcto y el dogmatismo vengan de dónde vengan. Sobre todo, creo que Foucault es un enemigo de la pereza intelectual que se esconde en la intransigencia y el dogmatismo reservados a ciertos temas incuestionables.

Pensar requiere esfuerzo, pero, sobre todo, el coraje de descubrir que, aun sin fundamento, hay que convivir; que los derechos humanos son incuestionables no por palabra de Dios o una fuerza sobrenatural, ni siquiera por cierta dignidad intrínseca al hombre, sino porque lo hemos decidido. “No matarás” es tan categórico como queramos que sea. Nada está sellado, todo es posible y ésa es la más terrible de nuestras riquezas.

Mi papel —y ésta es una palabra demasiado enfática— consiste en enseñar a la gente que son mucho más libres de lo que se sienten, que la gente acepta como verdad, como evidencia, algunos temas que han sido construidos durante cierto momento de la historia, y que esa pretendida evidencia puede ser criticada y destruida. Cambiar algo en el espíritu de la gente, ése es el papel del intelectual. (Foucault, 1990, p. 143).


[1] Antes de continuar quisiera dejar claro que me tomo cada uno de los ítems señalado con seriedad cuando el debate se plantea juiciosamente y no se desvía por derroteros que entrañan tanta emotividad que es imposible argumentar.

Bibliografía

Foucault, M (1988). Nietzsche, la genealogía, la historia. Valencia: Pre-textos.

Foucault, M (1990). Tecnologías del yo y otros textos afines. Barcelona: Paidós.

Foucault, M (2006). Sobre la Ilustración (2ª ed.). Madrid: Tecnos.

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2 comentarios en “Disculpen, yo no lo entendí así. ¿Michel Foucault adalid de lo políticamente correcto?”

  1. José Luis Miranda

    Muy interesante y estimulante su invitación a pensar en libertad.
    Me resulta un tanto confuso el ejemplo utilizado sobre «nunca se debe matar»; ya que empieza hablado de “asesinato”, una forma de matar que se caracteriza por unas circunstancias concretas, y se termina hablando de « (…) matar a quien está apuntando a tu madre con un arma, ¿lo harías?»
    Entiendo que, aunque en los dos casos el resultado es que alguien mata a una persona, no son comparables. En el segundo caso no concurren las circunstancias que caracterizan al asesinato, y sí otras como es la defensa de la vida de otra persona o la propia.
    Atentamente.
    José Luis

  2. Muchísimas gracias por leer el artículo y comentar. Me parece que tu comentario no sólo es pertinente, sino astuto. Yo misma caí en esa reflexión al releer el escrito antes de publicarlo, pero decidí dejarlo tal cual porque pretendía agitar el pensamiento con algunos ejemplos extremos sin entrar en matizaciones que darían para varias publicaciones más. En cualquier caso, creo que el fondo de la cuestión, que es lo que interesa, no deja de ser el mismo: el cuestionamiento de principios dados por hecho como algo natural e irrenunciable. Un abrazo. Sapere aude!

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