La DANA, esa vieja conocida que, como una prima lejana con muy mala fama, siempre acaba apareciendo en las peores reuniones familiares, ha vuelto a pasar por casa. Y, como siempre, nos ha pillado sin recoger, con la infraestructura hecha trizas y el discurso preparado. Lo de siempre, vaya. Porque, cuando de tormentas se trata, no importa cuánto haya llovido: la auténtica inundación llega después, con el caudal inagotable de excusas, promesas y lamentos a destiempo.
Hay algo casi poético en cómo gestionamos estas crisis, como si cada vez se tratara de una representación teatral que ya hemos visto pero nunca ensayado. Las administraciones, esas eternas intérpretes de la improvisación, se apresuran a sacar los paraguas rotos del año pasado, a prometer soluciones definitivas con la seguridad de quien sabe que nadie las recordará cuando el sol vuelva a salir. Mientras tanto, los vecinos, esa categoría abstracta que solo existe en los discursos, se las ingenian para achicar agua mientras esperan la ayuda que llega tarde, mal y con recortes.
Porque gestionar una DANA, en este país, no consiste en prevenir ni en mitigar; consiste en aparentar. El protocolo es siempre el mismo: un desfile de autoridades con botas que nunca tocarán el barro, declaraciones solemnes ante las cámaras y el anuncio de fondos que, en el mejor de los casos, se perderán entre trámites burocráticos y estudios preliminares. El problema no es la falta de recursos, es la absoluta incapacidad para usarlos con algo que se parezca a la lógica.
Y no, no se trata de cargar las tintas contra los de siempre. La naturaleza tiene sus reglas y las tormentas, sus caprichos. Pero que el agua baje y arrase no debería ser una sorpresa, porque las señales están ahí, visibles para cualquiera que quiera verlas. Lo que arrasa no es el agua, es el desdén sistemático por la planificación, la obsesión por gestionar con el calendario electoral en mente, y la absoluta comodidad de un sistema diseñado para culpar siempre al otro.
La gestión de una DANA es la metáfora perfecta de nuestra política: un ejercicio de simulación, donde lo importante no es resolver problemas, sino repartir culpas. ¿Que el drenaje no funciona? La culpa es del gobierno anterior. ¿Que las ayudas no llegan? Eso es cosa de Bruselas. ¿Que volvemos a construir en zonas inundables? Bueno, ya habrá tiempo para preocuparse… cuando vuelva a llover.
Y así seguimos, confiando en que la próxima tormenta será menos feroz, que las soluciones improvisadas aguantarán un chaparrón más, que nadie se dará cuenta de que, en el fondo, el agua no es el problema. La DANA no inunda nuestras calles; lo que inunda es la desidia, la incompetencia y la soberbia de quienes prometen protegernos mientras rezan para que las próximas elecciones lleguen antes que las próximas lluvias.
El agua pasa, siempre pasa. Lo que queda, como siempre, es el lodo. Un lodo que, por mucho que intentemos disimular, no es otra cosa que el reflejo perfecto de cómo hemos decidido gestionar nuestro presente y, lo que es peor, nuestro futuro.