Pronto dará inicio el nuevo curso político en España, y en la vasta mesa del poder, la política se ha transformado en un festín interminable donde los comensales —nuestros políticos— se regodean con los mismos platos recalentados, ignorando que el menú hace tiempo que perdió su sabor. En esta comilona perpetua, la urgencia del hambre electoral domina cada bocado, pero, curiosamente, nadie parece dispuesto a cocinar algo nuevo, a servir un plato que realmente alimente el futuro.
El primer plato de esta triste cena es el cortoplacismo, servido como una entrada ligera pero indigesta. Los políticos españoles, con una voracidad que no conoce límites, se devoran las oportunidades a medida que se presentan, sin preocuparse por la digestión a largo plazo. Todo se cocina a fuego rápido, en una sartén donde el aceite está tan caliente que cada idea se quema antes de poder ser disfrutada.
Un ejemplo reciente es la gestión de los fondos europeos de recuperación. Estos fondos, destinados a transformar la economía española a largo plazo, están siendo utilizados en muchos casos para proyectos que generan un impacto rápido, pero no necesariamente duradero. Las inversiones se están priorizando en áreas que pueden mostrar resultados inmediatos antes de las próximas elecciones, como la digitalización de servicios administrativos, en lugar de apostar por reformas estructurales en educación o energía, que requieren más tiempo, pero generarían un impacto más profundo y sostenido. ¿El resultado? Políticas huecas que llenan momentáneamente, pero dejan a la sociedad famélica, esperando por algo más sustancial.
A continuación, en el segundo servicio, nos encontramos con la endogamia del poder, un plato principal que se repite en cada banquete. Aquí, las recetas no cambian: se mantiene el mismo grupo de chefs, que sólo permiten a sus aprendices cocinar si siguen al pie de la letra las instrucciones de siempre. Innovar es un verbo prohibido en esta cocina política, y los ingredientes frescos son vistos con desconfianza, como si el sabor nuevo pudiese envenenar la seguridad del menú establecido.
Podemos verlo claramente en la reciente reestructuración interna del Partido Popular (PP), donde a pesar de los intentos por proyectar una imagen de renovación, las figuras clave siguen siendo aquellas vinculadas a las viejas guardias. Mientras nuevos talentos, que podrían aportar frescura e ideas innovadoras, son marginados, los líderes siguen optando por rodearse de los mismos colaboradores de confianza que perpetúan las viejas dinámicas. El PSOE, por su parte, no es ajeno a esta práctica, con las resistencias internas ante figuras emergentes que podrían desafiar el statu quo. El resultado es una dieta monótona, donde las ideas estancadas se sirven una y otra vez, mientras la cocina del país se queda estancada en un recetario rancio.
El tercer plato es un guiso de miopía estratégica. Mientras las cocinas de otros países se esmeran en adaptarse a los nuevos tiempos, explorando sabores globales, los políticos españoles insisten en utilizar las mismas especias de siempre, desconectados de las tendencias que marcan el mundo moderno. Como chefs anclados en el pasado, ignoran la necesidad de una gastronomía que trascienda lo local, que integre los ingredientes más innovadores y relevantes de la actualidad global. El resultado: un menú que podría haberse servido hace décadas, sin ningún sabor de futuro.
Para el cuarto plato, llega un sorbete de desconexión emocional. En teoría, debería ser un refresco, un alivio, pero lo que nos sirven es frío y desangelado. La comunicación entre los políticos y los ciudadanos ha perdido toda calidez; es un trago amargo que revela una desconexión total entre quienes deberían cocinar para la gente y aquellos que realmente sufren de hambre.
Un ejemplo reciente es la crisis de la sanidad pública madrileña: los ciudadanos expresan su desesperación por los recortes y la falta de personal y los políticos responden con frases hechas y promesas vacías, sin un verdadero compromiso para solucionar el problema. Este sorbete se sirve con una sonrisa falsa, una cobertura de promesas huecas que no logran disimular el vacío interior. Y así, la gente sigue sedienta de auténtica representación, mientras los políticos brindan entre ellos, ajenos al verdadero sabor de la calle.
Finalmente, el postre: corrupción caramelizada. Es el plato estrella, el que todos los comensales conocen y, en el fondo, esperan. La corrupción se ha convertido en la especialidad de la casa, un postre que ya nadie se molesta en esconder bajo una capa de azúcar glass. Se sirve abiertamente, con descaro, como si fuera un dulce necesario para cerrar el banquete. Un ejemplo reciente es el caso Koldo, pero sólo es uno más de una larga lista de casos a diestro y siniestro.
Este postre, en lugar de endulzar, amarga el paladar colectivo, revelando hasta qué punto la corrupción sigue siendo el ingrediente principal en el menú del poder. Y lo peor de todo es que parece que se seguirá sirviendo en futuras cenas.
En conclusión, la política española se ha convertido en un banquete infinito, donde los comensales siguen sirviéndose de los mismos platos, ignorando que la mesa está al borde del colapso. Si queremos que este país vuelva a disfrutar de una comida nutritiva, es hora de cambiar de chefs, de recetas y, sobre todo, de ingredientes. Sólo así podremos pasar de un banquete agotador a una comida que realmente alimente el cuerpo y el alma de España. Empieza el curso político, bon profit?