Pocas veces el cine nos ha concedido una escena más bella y metafórica de lo que es la vida que los primeros segundos con los que da comienzo la obra maestra del ingenioso Woody Allen ‘Match Point’. La siempre angustiosa interrogación de la existencia condensada en un monólogo de menos de un minuto bajo el imponente canto de Enrico Caruso al amor. Esa minúscula pelota de tenis que avanza sin tregua de un lado a otro del campo de juego hasta que en un mísero instante, por casualidad, toca con la red y se queda flotando unos segundos por encima de la misma sin saber a qué lado caerá. En ese lapso de tiempo o, mejor dicho, de no-tiempo, en el que la nada ha venido a hacer acto de aparición (si es que eso pudiera ser posible para lo que nada “es”) en el ridículo curso trillado del tiempo, arrojando la incógnita de quién será el ganador y quién el perdedor aquella jornada. Ese primer plano maravilloso con la voz en off que nos narra cuán insignificante es nuestra vida que vagabundea al albur de lo que la suerte decida por bien presentarle.
El golpe de gracia
Tengo la extraña sensación de que solamente en ese instante fugaz la vida se muestra en todo su esplendor, precisamente cuando el tiempo se para, cuando las manillas del reloj muestran lo que siempre fueron: un accesorio más del atrezzo. Es ahí dónde aguarda la existencia, es ahí dónde es posible hablar de vida. Un segundo antes o uno después, cuando la pelota pasa de una parte del campo a la otra siguiendo una trayectoria determinada por el peso de la misma, la fuerza con la que haya sido golpeada, la resistencia del aire, ¿dónde queda la vida en este rigorismo calculable y previsible? No, creo que es en ese tiempo paralizado, en ese absurdo plano cargado, sin embargo, de significado, en el que una pelota da vueltas sobre sí misma y duda, siempre duda, hacia qué lado caerá donde se halla la vida. Es en ese acontecimiento dónde todo el universo transcurre.
Ese instante al que yo, quizá irreflexiva y equivocadamente, llamo “vida”, el momento decisivo, el match point, creo, además, que es la ocasión para la libertad. Un momento puramente humano que deja tras de sí la huella de años y años de evolución, años y años de dejarse llevar por las circunstancias, de pasar de un lado a otro de la pista de tenis. Un momento en el que el transcurso normal de los acontecimientos es negado por un sujeto que, de pronto, toma la vida y la carga sobre sus hombros.
Deambulamos taciturnos y adormilados por este camino trazado al que llamamos vida creyéndonos dueños de nuestro destino. Como si fuésemos pelotas de tenis que van de un lado a otro del campo sin pensar, quedando nuestras acciones al albur del viento y su resistencia. Respiramos, nos alimentamos, nos reproducimos, ¿vivimos? Imagínense que, de pronto, en un instante minúsculo, casi imperceptible, se diese esa conjunción de acontecimientos que hace que golpeemos contra la red y quedemos suspendidos en el aire. Esos benditos instantes en el que dando vueltas sobre nosotros mismos, re-flexionando, podamos decidir hacia qué lado caer. Como diría el poeta, si tienes el suficiente coraje, en ese momento lograrás ser un hombre, hijo mío.
El deber moral de pensar
Hace no mucho nos llegó la noticia de que, si la ley de educación se aplica sin ninguna modificación, dejaría de cursarse en la Educación Secundaria Obligatoria la asignatura de filosofía. Profesores de todas las etapas, así como asociaciones y centros educativos se han puesto manos a la obra para denunciar este atropello que supone privar a los más jóvenes de una educación fundamental. Todos estamos de acuerdo que perder la filosofía es perder algo esencial, radical, casi indescriptible, no se trata de la historia de un pensador u otro, sino de la ordenación de los saberes, de la perspectiva que permite contemplar y observar el mundo. La filosofía es el golpe que la pelota da en la red.
Recuerdo que una de las curiosas lecciones de mi profesor de filosofía en el colegio consistió en coger una de las sillas y colocarla encima de un pupitre. A todos nos hizo gracia ver a la silla situada por encima de nuestras cabezas. Él se limitó a preguntar: ¿qué es lo que hace que esta silla sea una silla? Las respuestas fueron las más evidentes para unos adolescentes que contaban los minutos para salir al recreo: una silla sirve para sentarse, tiene cuatro patas, un respaldo… Siguiendo el método socrático, mi profesor negaba cada una de las propuestas que íbamos farfullando cada vez con más curiosidad y menos tino. Todo ello nos hacía reflexionar. Ninguno de los presentes jamás se había parado a pensar cuál era la esencia de una silla y, sin embargo, ahí nos tenían, como si fuera el mayor misterio, como si la vida dependiera de ello, y tal vez así era.
Podemos pasar por el mundo sin preguntarnos cuál es la esencia de una silla, sin negar el curso de los acontecimientos, sin plantar un ‘no’ al cronómetro que avanza para preguntarnos hacia qué lado queremos que la pelota caiga. Woody Allen afirma en ese pequeño fragmento que la vida de los seres humanos está prácticamente determinada por la suerte y el azar. No le pienso quitar un ápice de razón a este neurótico amante del jazz, pero necesitamos la ficción de la filosofía que nos permite, cuanto menos, sabernos sometidos a los caprichos de la diosa fortuna, sentir la libertad del que toma consciencia del azaroso juego de acontecimientos desordenados que es la existencia. Y quizá sea cierto qué en pequeños instantes fugaces podamos experimentar la libertad y ser efectivamente humanos, quién sabe, déjenme soñar. En cualquier caso, que no se diga que no lo intentamos y mucho menos que no nos dejaron.
Emilio Lledó insistía en que más importante y crucial que la libertad de expresión es la libertad de pensamiento. Si me permiten, yo añadiría que más que la libertad de pensamiento hemos de apelar decididamente al deber de pensar. Vivimos tiempos extremadamente acelerados y mantenerse humanos es un deber moral. Es imprescindible introducir firme y decididamente instantes de nada en el curso de los acontecimientos. Momentos en los que se haga el silencio y podamos pensar. Simplemente eso. Triste, muy triste es que nuestros legisladores no propicien que ese espacio pueda darse, nos oculten que, si bien cada vez más difícil, es posible detener el reloj, aunque eso conlleve el sentimiento más angustioso y vertiginoso que hayamos sentido jamás. Es triste comprobar que nuevamente las élites nos impiden aprender cuál es el camino para ser humanos, es triste que nos recorten la libertad de expresión pero más triste es que no nos permitan cumplir con nuestro deber de pensar.
Platón decía en palabras de Sócrates que el pensamiento es el diálogo del alma consigo misma. Desgraciadamente, mucho me temo, que o bien nos gobiernan unos ignorantes o bien nos gobiernan unos desalmados (al caso, viene a ser lo mismo). No dejen de pensar, no dejen de filosofar, sapere aude!