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El grito que los hizo temblar

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Adolfo Carretero, Íñigo Errejón. Qué cómodos están. Uno, protegido por la toga, escondido detrás de la solemnidad de un cargo que lleva siglos siendo el refugio perfecto para la condescendencia. El otro, parapetado tras su nombre, ese que construyó con consignas que ahora le pesan como cadenas. Qué cómodos, sí. Qué seguros de que la maquinaria siempre funciona a su favor, de que los engranajes del sistema siguen triturando a las mujeres que se atreven a hablar.

Porque eso es lo que les incomoda, ¿verdad? Que hablen. Que griten. Que no se queden calladas como ustedes esperaban. Cuando una mujer denuncia, ustedes no ven valor, no ven coraje. Ven un desafío, una afrenta, una grieta en ese pedestal de poder que llevan siglos construyendo.

Señor Carretero, no se engañe: su trabajo no es juzgar a las mujeres que denuncian, pero usted lo hizo. Con cada palabra, con cada gesto, con cada pausa. Su ironía no es neutral. Su tono no es inocente. Cuando dijo que le sorprende que “en el siglo XXI la palabra ‘culo’ cause escándalo”, no mostró modernidad, mostró arrogancia. Porque no es la palabra, señor juez, es su actitud. Es su incapacidad para entender que lo que escandaliza no son las palabras, sino el desprecio.

Y tú, Íñigo. Ah, Íñigo. ¿Dónde está el político que prometía revolución? ¿Dónde están las plazas llenas, los discursos sobre igualdad, las promesas de un mundo mejor? Están aquí, reducidas a cenizas en el banquillo de los acusados. Porque cuando llegó el momento de demostrar con hechos lo que tanto proclamaste con palabras, elegiste la salida más fácil: protegerte. No tu verdad, porque eso nunca fue lo que defendiste, sino tu ego.

Pero esto no es sobre ustedes, aunque se empeñen en ocupar el centro de la escena. Esto es sobre ella. Esto es sobre Elisa y sobre todas las mujeres que, como ella, deciden hablar cuando el mundo preferiría que callaran.

Porque hablar, para una mujer, siempre ha sido un acto de resistencia. No es solo cruzar las puertas de un tribunal; es cruzar la línea que separa el silencio del escrutinio. Es enfrentarse a siglos de dudas sistemáticas, a jueces que aún no comprenden la profundidad del machismo, a una sociedad que sigue preguntándose qué hizo ella para merecerlo. Hablar es romper un pacto de siglos, un pacto que les decía: “Cállate, aguanta, es mejor así”.

Y aún así, hablan. Hablan porque saben que el silencio nunca las ha protegido. Hablan porque callar es ceder, es perpetuar, es ser cómplice involuntaria de un sistema que lleva siglos decidiendo por ellas. Hablan porque no tienen elección, porque en su grito no solo está su propia dignidad, sino la de todas las que vendrán después.

Esto no es un caso aislado, ni un grito solitario. Es el eco de un cambio que se cuela por las grietas del sistema, un cambio que no pueden detener con sarcasmos ni defensas calculadas. Es la fuerza de las mujeres que han decidido que ya basta, que no tienen que ser perfectas, ni heroínas, ni mártires para exigir lo que es suyo: el derecho a ser escuchadas, el derecho a ser creídas.

Y ustedes, señores, representan todo lo que ellas están derribando. Su condescendencia, su ironía, su postura de quien se cree intocable no son más que el último refugio de un poder que se desmorona. Porque cada vez que una mujer entra en un tribunal, cada vez que alza la voz, ustedes pierden. No de golpe, no con estruendo, pero sí con cada palabra, con cada paso, con cada grieta que se abre en ese muro que llevan siglos construyendo.

Así que sigan cómodos, si pueden. Porque cada vez que una mujer denuncia, cada vez que una mujer grita, su mundo tiembla. Y no hay juez, no hay político, no hay sistema que pueda detener ese temblor. Porque lo que está en juego no es solo un juicio. Es el futuro. Es la libertad de las mujeres de vivir sin miedo, de hablar sin ser juzgadas, de existir sin tener que justificar cada paso, cada palabra, cada gesto.

Elisa habló. Y con ella, hablaron todas las que no pudieron, todas las que vendrán, todas las que ya no quieren callar. Y eso, señores, es lo que realmente temen. Porque su poder nunca fue eterno. Porque el mundo ya no les pertenece. Es de ellas. Y ese es el único juicio que importa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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