La lucha por la atención en el circo político moderno
Decía Josep Tarradellas que en política se puede hacer de todo menos el ridículo. Sin embargo, y con respeto a su memoria, me veo en la inevitable posición de disentir. Lo que fue cierto para Tarradellas demostró ser una verdad plegada al contexto que el tiempo se ha encargado de retorcer.
Estamos inmersos en una era donde la feroz lucha por la atención del elector-consumidor impulsa a nuestros dirigentes políticos a lanzarse a los brazos de cualquier tragicómica pantomima, no importa cuán absurda o desenfocada sea, con la única finalidad de acaparar el aplauso digital, el efímero reconocimiento del público y la evanescente aureola de la gloria.
Somos espectadores cautivos de un drama en el que el protagonista no teme al ridículo. Hemos visto a un Pedro Sánchez luciendo con jactancia su habilidad a la petanca entre un grupo de jubilados de Coslada que, lejos de ser ciudadanos anónimos, resultaron tener carnet del partido socialista. En otro acto, Martínez Almeida ostenta con desmesurado orgullo su muy discutible habilidad con el balón, en un intento desesperado de humanizar su imagen, mientras que Collboni se sumerge en Tiktok a lanzar mensajes políticos al ritmo de melodías pegadizas. Y no podemos pasar por alto las múltiples instantáneas de un imperturbable Feijóo recorriendo mercados y librerías con la expresión de aquel pez fuera del agua que todavía no entiende qué hace en un lugar tan inhóspito.
Este desenfrenado afán por atraer la mirada, capturar el foco y generar un ruido ensordecedor, ha escalado hasta un inquietante clímax esta semana a manos de los osados asaltantes de los cielos. Podemos ha querido demostrar que en lo que a ridículo respecta, los demás son unos aficionados y han ondeado su estandarte en medio del tumulto, algo previsible, dada la tormenta a la que deben hacer frente.
Han contradicho hasta límites inimaginables aquel consejo de Tarradellas, que en su día nos parecía tan ilustrativo de una época, pero que en la actualidad resuena, desgraciadamente, con un eco extraño y desubicado.
¡Ridículo! El grito repica en nuestra sociedad, retumba en cada esquina, lo vemos plasmado en titulares, memes de Twitter, en la pantalla de la televisión, es nuestro deseo más oscuro, nuestra diversión más mórbida. Lo buscamos. Ofrecerme frases desbordantes, contorsiones dialécticas, hipérboles y crearé un relato, un mito, una narrativa que perdure en el imaginario colectivo. Dadme palabras malsonantes, acusaciones, filtraciones y os haré un hueco en horario estelar.
La farsa que está desplegando Podemos, por más exagerada y cómica que parezca, es de alguna manera comprensible. Toda España observa, paralizada, cómo se desarrolla este espantoso espectáculo que, con su absurda ironía, nos retrotrae a la vida de Brian, si bien ahora revestida en el esperpéntico barniz de la contemporaneidad, y nos impele a llamar a algún repartidor de comida rápida para que nos traiga morros de nutria a la hora en que comienza el telediario de las ocho.
No moriréis matando
Existen voces que pronostican el ocaso de Podemos, afirmando que el espíritu del 15-M ha sido sepultado con la aparición de Sumar, que cierra un ciclo. Ante tales afirmaciones, albergo mis dudas, y no porque abrigue la esperanza de que Podemos goce de una vida futura extendida, ni porque esté convencida de que el espíritu del 15-M aún merodea por los parlamentos e instituciones. Mis reservas son de índole distinta.
En primer lugar, cuestiono que Podemos haya logrado en algún momento encarnar fielmente el espíritu del 15-M. Considero que la formación aprovechó una coyuntura en la que las plazas bullían con jóvenes, y no tan jóvenes, hastiados de la dinámica política y parlamentaria que, irónicamente, hoy agoniza con más intensidad.
En segundo lugar, resisto a creer que sea factible dar por muerto algo que, a mi parecer, jamás consiguió levantar el vuelo. Permítanme explicarme: lo que presenciamos en las plazas aquel 15 de mayo no fue sino el clamor desesperado de una generación que se sentía perdida y cuyos lamentos no encontraban eco en las voces de aquellos que decían representarlos. Esas voces reclamaban “techo, trabajo y dignidad”: las consignas de la denominada generación perdida, que nunca logró encontrarse.
¿Acaso no se mantienen vivas las mismas demandas en las generaciones siguientes? ¿No tendríamos que añadir también la preocupación por la salud mental, medioambiental y digital? Lo verdaderamente desolador de este carnaval de ridiculeces es preguntarse si acaso Podemos, cuyo final se ve cada vez más inminente, no morirá bajo la falsa bandera del 15-M y terminará silenciando esos gritos de indignación que hoy se ven relegados a desahogarse en Twitter, en medio de las disputas de la desmesurada política del espectáculo.
Podemos puede desaparecer, pero qué patético sería que con ellos se borrasen la memoria de las calles, las ansias de justicia que aún son necesarias. Qué injusto resultaría que se proclamen los paladines del 15-M cuando hace tiempo que han abandonado las plazas para recogerse en su residencia en la Sierra.
Podrán despedirse entre alaridos y bufonadas, podrán lamentarse ante las cámaras, pero, ¿quién les ha otorgado el privilegio de ser los portavoces de los sin voz? ¿Quién les ha concedido la potestad de despedir lo que nunca vio la realidad? Ridiculizarse es, en cierto modo, una prerrogativa personal, una forma de caricaturizar su propia insignificancia. Pero, enarbolar la gabela de jueces y verdugos, erigiéndose como dueños y señores del destino de lo que aún no ha tenido la oportunidad de manifestarse… Esa es una osadía que roza el pecado de la blasfemia. Eso, queridos espectadores de este drama en que se ha convertido nuestra cotidianidad, será ridículo o no, pero es la verdadera transgresión que no puede, ni debe, ser perdonada.
Les confieso, empero, una afición malsana, una seducción perversa: me encuentro embriagada por este drama político que se despliega ante mis ojos. Una tragicomedia que, en su grotesca danza, retrata con una claridad incandescente la naturaleza de nuestro mundo. ¿Un masoquismo refinado? Tal vez. Pero, oh, la deliciosa ironía de seguir este espectáculo, de ver a los actores tropezar en su propio guión, y todo desde la primera fila de este teatro del absurdo.
Aunque pueda parecer insólito, me ciño a la enseñanza de los Monty Python: «Always look on the bright side of life!» Así que, amigos míos, mantengamos el humor porque esta tragicomedia todavía guarda muchos giros inesperados. ¿Y para amenizar este esperpento, qué les parece si pedimos unos morros de nutria o, acaso, prefieren pezones de loba?