El retorno de Puigdemont: ¿La última función en el teatro del absurdo procesista?

DALL·E 2024-08-09 18.48.51 - A highly dramatic and spectacular image of a theatrical stage, with dark, heavy curtains slightly parted to reveal a spotlighted podium or stage floor

Imagina la escena: un caluroso día en Barcelona, el Paseo Lluís Companys a reventar de seguidores, las banderas independentistas ondeando y el murmullo de la multitud subiendo como un crescendo. De repente, Carles Puigdemont aparece en el escenario y el griterío se convierte en un ensordecedor “¡presidente, presidente!”. Tras casi siete años de exilio autoimpuesto, su regreso no es simplemente un evento político; es un espectáculo finamente orquestado para los medios y las redes sociales.

Puigdemont, quien estudió periodismo y sabe manejar los medios como pocos, ofrece un discurso breve pero cargado de simbolismo: “¡Viva Cataluña libre!”, exclama, mientras sus manos, abiertas y dirigidas hacia la multitud, buscan conectar emocionalmente con sus seguidores. Su tono es calmado pero firme, y sus pausas dramáticas subrayan la gravedad de sus palabras. La multitud, emocionada, responde con vítores y lágrimas.

Este evento no es un simple regreso; es una performance[1]. Puigdemont maneja su imagen con precisión milimétrica, consciente de que cada gesto y cada palabra serán analizados y difundidos al instante. Hoy, su discurso no sólo busca reafirmar su liderazgo, sino también conectar profundamente con una base independentista que ha vivido años de incertidumbre y lucha.

Dirigiéndose principalmente a sus seguidores más fervientes, Puigdemont subraya emociones de resiliencia, esperanza y determinación. Cada palabra está cuidadosamente elegida para despertar un sentimiento de unidad y propósito renovado entre sus oyentes. Utiliza un lenguaje inclusivo y directo, apelando constantemente a la comunidad (“nosotros”, “nuestro pueblo”, “nuestro derecho”). Su uso repetido de frases como “aún estamos aquí” y “no tenemos derecho a renunciar” busca reforzar la resistencia y la unidad entre sus seguidores. La repetición de “no es, ni era, ni será nunca un delito” recalca la legitimidad de sus acciones y desacredita la narrativa del gobierno español. Además, utiliza el recurso de la enumeración (“siete años de represión”, “miles y miles de personas”, “cuatro jueces mandan más que un parlamento”) para dramatizar la situación y generar una respuesta emocional fuerte.

Pero eso no es todo, sus gestos son abiertos y expansivos, con las manos dirigidas hacia la multitud, lo que sugiere apertura y sinceridad. Las pausas dramáticas que introduce en su discurso permiten que sus palabras resuenen más profundamente entre los oyentes, dándoles tiempo para asimilar el mensaje y responder emocionalmente. Su tono de voz es calmado pero firme, proyectando seguridad y control. Además, su mirada fija en la audiencia refuerza la conexión emocional, haciendo que sus seguidores sientan que les está hablando directamente a ellos, no solo como un grupo, sino como individuos importantes en su causa.

 

Para entender el impacto de este evento, debemos recurrir a la teoría de Guy Debord sobre la “sociedad del espectáculo”[2]. En una era donde la dopamina generada por los likes en redes sociales dicta comportamientos, líderes como Puigdemont se convierten en maestros de la imagen. Su objetivo es dominar el discurso visual, asegurándose de que cada movimiento sea un evento mediático. La representación de su regreso no es más que una realidad superficial y fragmentada, dominada por imágenes y simulacros.

La sobrecarga de información y la constante búsqueda de estímulos visuales que vivimos han vaciado la política de contenido, reduciéndola a una mera performance sin sustancia. El episodio de Puigdemont subraya el exuberancia de dopamina en la política moderna. Cada gesto y cada palabra están diseñados para provocar una reacción instantánea, dejando de lado las complejidades de la gobernanza y el debate serio. Seamos sinceros, hoy, los políticos se parecen más a actores que a líderes reales.

 

Ahora bien, la gran pregunta es: ¿Puigdemont sólo está haciendo un cameo en el gran reality show de la política? Y, si es así, ¿después qué? ¿Un spin-off? ¿Una secuela? ¿O se desvanecerá en el olvido como tantas estrellas fugaces de la tele realidad? Aquí es donde las cosas se ponen interesantes.

Este espectáculo puede ser una bomba de humo, desvaneciéndose sin dejar rastro y marcando el adiós a la era Puigdemont. Pero, ¿y si no lo es? ¿Y si este regreso tiene efectos reales en la política? En ese caso, todo es posible. El show debe continuar, y quién sabe, tal vez este sea solo el comienzo de una nueva temporada llena de giros inesperados y drama político. Así que, agárrense, porque si hay algo que hemos aprendido es que en el vasto escenario de la política en la era de las redes sociales, por suerte o por desgracia, cualquier cosa puede pasar.

 

[1] El concepto de «performance política» se refiere a la dramatización de actos simbólicos en el ámbito público para comunicar o reforzar una narrativa política. Surge en la segunda mitad del siglo XX, influenciado por el pensamiento posmoderno y la teoría del performance, que explora cómo las acciones en sí mismas pueden ser una forma de discurso y poder.

[2] Debord, en su obra seminal de 1967, argumenta que en la era moderna, la vida social se ha convertido en una representación continua. La “sociedad del espectáculo” se refiere a una realidad donde las imágenes y las apariencias son más importantes que la propia esencia de los hechos. En este contexto, las personas no solo consumen productos, sino también imágenes y experiencias que están cuidadosamente diseñadas y manipuladas para provocar ciertas reacciones y mantener el control social.

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