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El ruidoso populacho frente al sobrio juicio del intelectual. El Rey emérito aterriza en Sanxenxo.

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Las plazas rebosan de signos

Una de las cosas que más me fascinaron el 15 de mayo de 2011 fue sin lugar a duda pasear por las plazas que congregaban a cientos de ilusiones perdidas que clamaban por un futuro que a duras penas veían en el horizonte. En estos paseos taciturnos, casi secretos, me deslizaba a hurtadillas entre grupos de jóvenes, y no tan jóvenes, vestidos orgullosamente con todo tipo de harapos que exigían con fiereza un espacio que habitar. Me sentía fuera y dentro de este campamento improvisado, casi como un antropólogo curioso que se dispone a husmear en culturas que le resultan ajenas y familiares a un tiempo.

Si algo me dejó fascinada aquellas noches de primavera, fue sin duda la letárgica sombra de los aplausos silenciosos que, como la lluvia fina, sin apenas ser percibidos, acaban calando hasta los huesos. Yo que, por aquel entonces, igual que ahora, no solía rodearme con esta suerte de tribus urbanas multiculturales, diversas y variadas, era desconocedora de la potencia de los aplausos silenciosos, una manera de solidarizarse con la comunidad muda, pues este vivo gesto de las manos que se mueven de un lado a otro, que giran sobre sí y se desplazan hacia afuera rítmicamente, imitando el ‘clack’, ‘clack’, ‘clack’ de un fervoroso aplauso, es la manera en la que se aplaude en el lenguaje de signos.

Al principio, he de reconocer que no entendía nada. Tras una plática del todo virulenta que cargaba contra el sistema, la degradación de las instituciones y la corrupción política, los asistentes, sentados sobre el asfalto, respondían fervorosamente agitando sus extremidades superiores. Como comprenderán, me pareció una chanza y, sin embargo, el orador se sentía muy complacido ante tal gestualidad y animado volvía a su sitio en la plaza, por lo que desde luego la desubicada era una servidora. El contestatario silencio complaciente fue una de las lecciones que aprendí en mayo de 2011 (quizá una metáfora de lo que estuvo por venir).

La pobre servidumbre del súbdito

Como todos ustedes sabrán, ya se han encargado los medios de difundirlo a los cuatro vientos, el Rey emérito ha decidido poner rumbo a España desde Arabia Saudí y presentarse en las regatas de Sanxenxo a bordo, valga la redundancia, de un velero llamado “Bribón”. Tal era la expectación del retorno del monarca, que las tertulias se han hartado (y nos han hartado) de contar las triquiñuelas del viaje, los desplantes de Juan Carlos de Borbón a su hijo Felipe VI y el resto de los miembros de la Casa Real, así como denunciar una y otra vez cuán corrupto e inmisericorde es el que aun goza de la titularidad de Rey de España y que debe unas cuantas explicaciones a la ciudadanía.

He de confesarles que escuchando a unos y a otros me parecen razonables sus argumentos y, desde luego, nada que objetar al hecho de pedir explicaciones y responsabilidades públicas a aquéllos que podrían haber sido beneficiados de manera irregular haciéndose valer de los privilegios derivados de un cargo de representación institucional. También me parece muy legítima (no negaré que incluso simpatizo con) la idea de una República al considerar la monarquía una institución, no poco democrática, porque las monarquías parlamentarias son tan mucho o tan poco democráticas como un sistema político presidencialista, es más, creo que deberíamos definir exactamente los parámetros en los que nos movemos cuando hablamos de democracia, pero sí poco acorde con la idea de un Estado de derecho de ciudadanos libres e iguales.

Con todo, como ustedes comprenderán, no he venido a importunarles esta noche para repetir uno a uno los argumentos que muy bien pueden escuchar en boca de personas con mucho más renombre (o incluso con nombre, dado el anonimato de este pequeño blog), que se expresaron con mucha mayor fluidez y sensatez que una servidora. Lo que ha llamado mi atención de este asunto no es tanto el Retorno del Rey al más puro estilo tolkieniano y las derivadas que este hecho trae consigo, tampoco la falta de talante que ha demostrado el monarca emérito al desoír las peticiones de la Zarzuela y adentrarse antes mar adentro que cumplir con sus obligaciones para con su hijo. Lo que me ha sorprendido, aunque ya nos tienen algo acostumbrados, es la manera en la que periodistas y líderes de opinión se han referido a las personas que han ido a recibir al Rey emérito a su llegada a Sanxenxo entre fragorosos aplausos y vítores.

Si me permiten mi opinión, he visto en este gesto de desprecio hacia compatriotas nuestros, cuyo recibimiento al monarca se puede o no compartir, no sólo una muestra de condescendencia de aquel que se cree con una pátina de moralidad, sino de absoluta ignorancia acerca de lo que está ocurriendo. La concurrente idea del pueblo ignorante, que poco o nada sabe acerca de lo que le conviene y que ha de regirse escrupulosamente por las indicaciones de otros ungidos por la gracia de Dios, me resulta hilarante y contrasta con algunos análisis sobre la actualidad política que, aunque parecen muy lúcidos a la luz de los platós, chocan de bruces con los cursos que sigue la realidad.

Mayo revoltoso y popular

Mayo es un mes cargado de turbación. Sus primeros días en 1808 vieron una agitación apabullante que recorrió las localidades más importantes de España. El pueblo llano se levantó contra el invasor, en este caso, el ejército napoleónico, que un año antes se había instalado en el país contradiciendo el Tratado de Fontainebleau y cuyo General en jefe y Emperador, tras la abdicación del Rey Fernando VII, se había hecho con la Corona española. En este caso, hablar de pueblo llano es del todo acertado, no en vano, fueron los cuchillos de carniceros, las tijeras de costureras y las hoces de campesinos la artillería principal que sirvió a las clases bajas de este país como armamento frente al insigne ejército francés[1].

También sobre este episodio fundamental para comprender la historia de este rico y colorido país hay opiniones discrepantes. Unos consideran que precisamente este pueblo también se equivocó aquel día posicionándose en el bando errado y no apostando por las ideas de libertad y fraternidad que Napoleón venía a implantar en un país atrasado y analfabeto. Otros, sin embargo, aprecian en esta revuelta a un pueblo en lucha por su soberanía, sitúan en este suceso el inicio de la nación política española (que no histórica) y advierten, que muy lejos de lo que pudiera parecer, José Bonaparte no tenía intención alguna de hacer de España un país ilustrado, muchos añadirían que ni falta que hacía.

Sin pretender equiparar a Fernando VII y a Juan Carlos I, ni el pueblo español de 1808 y el de 2022, veo en estos episodios una serie de líneas de continuidad sumamente interesantes para el caso que nos ocupa. De nuevo tenemos esa crítica con tintes revertianos que señala la incultura del pueblo que, asumiendo su papel de súbdito, corea a su amo. “¡Traición! ¡Que nos lo llevan! ¡Nos han quitado a nuestro Rey y quieren llevarse a todas las personas reales!”, bramó José Blas de Molina, cerrajero que capitaneó una de las partidas del motín de Aranjuez. No muy diferentes fueron las acusaciones que algunos hicieron estallar contra la Moncloa, e incluso la Zarzuela, cuando Juan Carlos de Borbón puso rumbo a Arabia Saudí hace más de un año[2]. Por su parte, el regreso de Fernando VII a las costas valencianas fue tan caluroso y afectivo como el de los que se reunieron en Sanxenxo para acoger al Rey emérito. Al Deseado le esperaba más de un “¡viva el Rey!”, lo mismo que al ya anciano y desmejorado Juan Carlos I.

Los que hoy se sientan cómodamente en plácidas butacas sentenciando moralmente sobre hechos pasados, señalando la incultura del pueblo español como el obstáculo para el “progreso” de un país siempre atrasado y a la cola de la vanguardia, me parece que están aquejados de ese virus negrolegendario que es precisamente el mayor responsable de ese atraso que hoy sí nos caracteriza[3]. Pues bien, a mi entender, el pueblo, y más aún el pueblo español, tiene mucho de inculto, pero muy poco de tonto. Cuando se habla de sabiduría popular se hace con gran acierto y con esto no quiero ponerme entre las multitudes que vitoreaban a un Rey que tuvo que alejarse de su país por motivos quizá no punibles, mas sí cuestionables. Lo que quiero decir es que entre esos aplausos no hay tanta estupidez ni tontuna y no nos vendría mal algo de respeto y cautela a la hora de embarcarnos en una indagación hermenéutica de los sucesos presentes y pasados.

¿Razones reales para aplaudir?

Volvemos a uno de los problemas fundamentales que se han señalado en artículos anteriores y que no dejan de reaparecer de una y otra forma. Más que nada porque, a mi entender, es uno de los síntomas que caracterizan las patologías de la modernidad (o posmodernidad, según a quién pregunten). Me refiero precisamente a la disolución de lo sólido en un sistema político, económico y productivo disolvente y allanador.

Las propias dinámicas a las que ha derivado la modernidad, la dirección que están llevando sus engranajes de una manera maquinal llevan a la disolución de todo tipo de límite y frontera, no sólo de fronteras territoriales, también personales, axiológicas, vitales y biológicas. Empresas deslocalizadas, mercancía repetida y repartida allende todo el globo terráqueo, identidades idénticas y al mismo tiempo diversas que se repliegan sobre sí mismas en el mundo hiperconectado de transparencia y expresividad aisladas. Incertidumbre, volatilidad, crisis. Los valores que nos resguardaban, las estructuras sólidas que articulaban la convivencia comunitaria se disipan. La familia, la identidad personal, las instituciones, la comunicación, la academia, el mundo laboral, los formalismos, los rituales colectivos, todo ello es tan líquido como vaticinó Bauman, tan fluido cuanto quieran imaginar.

En todo este caos indefinido y cambiante, el jefe del Estado, el Rey emérito, representa un punto de estabilidad, un recuerdo de tiempos pretéritos en los que las palabras y los valores tenían peso. Vuelve a ser una representación tangencial y casual, como lo es la propia Corona, pero ha estado en el momento y el lugar preciso. Y muchos salen a aplaudir.

Esos aplausos, a mi entender, van en doble dirección, son la búsqueda incesante de asidero de aquéllos que han creído atisbar en la figura del Rey, con mejor o peor acierto, la silueta de tierra firme que se insinúa ante los ojos de un marinero tras meses en alta mar. Pero, por otra parte, y no menos relevante, este ruido tiene mucho de oposición ante los que nuestros compatriotas ven como responsables, o cuanto menos cómplices, de este desbaratamiento y devaluación de lo antes valioso. Me atrevería a decir que, para estas personas, por cada palmada en la espalda del Rey otra se dirige a la cara de los miembros del Gobierno, más aún del Presidente. No se engañen, en los gritos disfrazados de jolgorio se ve a la legua una enérgica reivindicación y protesta.

Un ruido sordo y un silencio ruidoso

Ciertamente, mayo tiene mucho de cambio y de revuelta. Comenzábamos con unos aplausos silenciosos en homenaje a la comunidad muda, el mismo silencio que se propaga desde los ministerios que algunos de los que poblaron las plazas el 15 de mayo ahora dirigen. Asistimos día sí y día también a una sarta de palabrería en última instancia muda pues tiene más de artillería mediática superflua que de contenido argumentativo esencial. Y, frente a ello, el ruido acalorado de los gritos de un pueblo inculto, pero lúcido, que ya no sabe qué hacer con tanto gesto cuando ha de hacer frente a tanta desesperanza. Una salida comprensible, sea o no compartida.

Sin embargo, la historia sigue sus derroteros y siempre es post hoc que podemos hacer una valoración más o menos acusada de lo que sucedió aquel día y aquella hora. Y, aún así, siempre será una interpretación incompleta y fragmentaria. De esta manera, el mismo que fue proclamado como el Deseado fue abucheado posteriormente como el Rey Felón. Porque el pueblo demostró no ser estúpido, porque el pueblo sabe lo que es una traición. Porque el pueblo comenzó a erigirse como sujeto soberano en aquellas Juntas y así lo hizo saber en el texto constitucional de 1812.

Efectivamente, el pueblo que se levantó en armas era fernandista o, para ser más precisa, no era bonapartista, reclamaba soberanía e hizo resonar ardientemente la conciencia nacional en todo el país. La nación es ruidosa, popular y muchas veces iletrada. Pero, si es cierto que la historia se repite, ya sea como comedia o como farsa, no me extrañaría que, si fuese necesario, el ahora Deseado, mañana pase a la historia como el Felón. Quizá Juan Carlos I, como veterano regatista, sepa sobreponerse al oleaje si llega el momento, en lo que a mí respecta, creo que mejor nos iría si los moralistas de nuevo cuño se dejasen de grandes proclamas, de aplausos silenciosos y atendieran a la baja inmundicia de un ruidoso pueblo inculto, que no estúpido (y el tiempo nos dirá si acertado). Sea como fuere, esperemos que no sean precisos ni fusiles franceses ni pinceles goyescos para narrar la historia de nuestro clarividente pueblo inculto.


[1] No quisiera obviar con ello la presencia de no pocos miembros de clase media que se unieron a esta revuelta.

[2] Cabe advertir que los que así se pronunciaban mantenían un escrupuloso silencio acerca de las motivaciones que llevaron al monarca a emprender tan largo viaje.

[3] Para los que echen en falta los principios ilustrados que tan presurosamente ven en los afrancesados, basta recordar que tales valores tienen una marcada huella hispana que nos retrotraería a Suarez y la escolástica española y que tienen mayor presencia en la Constitución de Cádiz de 1812 redactada con tinta española que en l’Acte Constitutionnel de l’Espagne (el Estatuto de Bayona) que el 6 de julio de 1808 entronizaba a José Bonaparte.

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