El segundo advenimiento de Trump: la democracia como un chiste contado dos veces

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Borges tenía razón. La inmortalidad no es un don, sino una condena. En El inmortal, un soldado romano descubre que la eternidad no es una epopeya, sino un tedio infinito donde todo se repite sin sentido, donde las gestas heroicas se diluyen en el absurdo y donde incluso Homero, convertido en un anciano sucio y balbuceante, ha olvidado sus propias historias. Algo parecido ocurre con la política estadounidense: Trump ha vuelto y, con él, el espectáculo de la democracia reducida a una comedia sin fin. Lo que parecía un delirio de 2016 se ha consolidado en una mecánica histórica donde la farsa ya ni siquiera necesita justificación.

Este no es el regreso de un líder con un plan ni la revancha de un hombre que busca corregir su destino. No. Es simplemente la confirmación de que la política moderna ya no funciona como gobierno, sino como narrativa, y que las élites, los medios y los ciudadanos han aceptado que todo se mide en términos de impacto, emoción y engagement. La pregunta no es qué hará Trump, sino cómo reaccionará el público. Y la respuesta, para desgracia de quienes todavía creen en el viejo ideal republicano, es que la audiencia sigue enganchada al guion.

La gran diferencia con su primer mandato es que esta vez nadie finge sorpresa. Ya no hay necesidad de escándalo ni de indignación auténtica. El establishment, que antes se llevaba las manos a la cabeza, ahora lo observa con una resignación casi cínica. Saben que el juego es así y que, mientras haya espectadores, hay negocio. Si en su momento las grandes tecnológicas jugaron a contener el fenómeno, fue solo porque creían que podían administrarlo. Ahora, sin embargo, lo aplauden. Lo mismo que antes llamaban «desinformación peligrosa» hoy lo venden como «libertad de expresión». Antes hablaban de los riesgos del populismo; ahora de la necesidad de «reconectar con la base». Y, por supuesto, ninguna ha tenido la dignidad de admitir el viraje.

Los demócratas, por su parte, siguen con su liturgia de la indignación. Harán grandes discursos sobre la democracia, se escandalizarán en sus editoriales, advertirán sobre el peligro del autoritarismo… mientras aplican, con guantes de seda, muchas de las mismas políticas de Trump. Sus grandes donantes siguen siendo los mismos, su desdén hacia la población trabajadora es idéntico y su entusiasmo por el control tecnológico de la información no se diferencia demasiado del de su adversario. La única diferencia es el tono. Trump dice lo que va a hacer, los demócratas lo hacen pero sin alardear. No es que sean su opuesto: es que juegan en el mismo tablero, con reglas distintas.

Borges cuenta en Otras inquisiciones la historia de un hombre que, convencido de su agudeza, se aísla en una torre para alcanzar una gran revelación. Tras largos años de reflexión, su gran descubrimiento es que las manos tienen cinco dedos. Y en cierto modo, así se comportan hoy los analistas políticos: tras años de sesudos estudios, discursos y advertencias, han llegado a la impactante conclusión de que la política ya no es un foro racional, sino un espectáculo. Que la democracia ha dejado de ser deliberación y se ha convertido en entretenimiento. Que Trump no es el origen del problema, sino su consecuencia más evidente. No han revelado nada nuevo. No han descubierto nada que no supieran ya las grandes tecnológicas cuando diseñaron sus algoritmos. Ni nada que no supiera Trump cuando convirtió su carrera política en una extensión de su reality show. Ni nada que no supiéramos todos cuando dejamos que el debate público se convirtiera en un torrente inagotable de memes, trending topics y eslóganes diseñados para durar lo que dura un clic.

El problema es que en esta farsa, a diferencia del cuento de Borges, no hay una salida. No hay un momento de lucidez ni una revelación redentora. Solo la certeza de que la función debe continuar. Y que, como decía Karl Kraus al referirse a su tiempo, el mundo se precipita hacia la catástrofe mientras la gente aplaude.

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