No hay sol en Blade Runner. Solo resplandores húmedos y luces de neón que tiñen de fucsia y azul los charcos infinitos. Hay niebla y hay humo, hay vapor que se eleva como un suspiro urbano. Hay rostros vencidos por el tiempo, que se cruzan sin tocarse, que apenas recuerdan qué significa mirar. Hay anuncios flotando en el cielo, promesas de evasión a colonias lejanas, mientras los que permanecen en la Tierra caminan entre ruinas, vigilados por replicantes que tiemblan. Todo lo que en este mundo brilla está a punto de apagarse.
Y sin embargo, en medio de ese crepúsculo persistente, los replicantes sienten. No desean riquezas ni poder. Desean tiempo. Un poco más de tiempo. Roy Batty escala la pirámide de Tyrell como un Prometeo moderno, no para robar fuego, sino para encontrar al autor de su caducidad. Su cuerpo es exacto, pero su angustia no lo es. Su súplica no apunta al infinito, sino al umbral: vivir lo bastante como para saberse vivo.
Y hoy, cuatro décadas después, algo se ha invertido. Ya no hay replicantes ascendiendo escaleras para mirar a los ojos a su creador. Ya no hay súplicas a los dioses de la carne. Somos nosotros, los de carne, quienes buscamos consuelo en el circuito, prolongación en el silicio. Nos hemos vuelto los que imploran, pero no en voz alta, sino a través de gestos mínimos: pulsar un botón, aceptar una actualización, confiar en que un sensor perciba lo que nosotros ya no sabemos escuchar.
Los humanos hemos comenzado a delegar en las máquinas nuestra esperanza de continuidad. Ya no les tememos. Les rogamos. Les pedimos que traduzcan los signos de un cuerpo que se nos escapa. Que midan lo invisible. Que calculen si aún queda un margen. Como Roy frente a Tyrell, no pedimos eternidad: pedimos una tregua.
Ya no trepamos escaleras de mármol, descendemos a interfaces lisas. Ya no nos aferramos a clavos, sino a sensores suaves que apenas se notan. Hemos cambiado la azotea por el dashboard, el clamor por el pulso digital. Pero la súplica sigue ahí: en el gesto de activar un dispositivo antes de dormir, en la esperanza de que una alerta no suene.
Rachael fuma en silencio junto al piano. El humo no asciende: flota, como si dudara entre disiparse o quedarse a vivir en el aire. Sus dedos, largos y pálidos, se posan sobre las teclas con la inseguridad de quien no sabe si recuerda o inventa. No hay melodía, solo una intención suspendida. La habitación, a media luz, parece detenida en una respiración antigua. Ella no parpadea: observa a Deckard como se mira lo irremediable, con una mezcla de pudor y presentimiento. Hay una belleza rota en su gesto, una humanidad que no ha sido programada, pero insiste. ¿Quién no ha sido Rachael alguna vez? Sintiéndose ajeno a lo que es, deseando que el recuerdo nos confirme, aunque sepamos que es postizo. Porque, a veces, la duda pesa más que la certeza.
También nosotros buscamos certezas en medio del artificio. Nos aferramos a fragmentos de vida, a recuerdos, a gestos que escapan a toda estadística. Pero en lugar de conservarlos en la memoria, los traducimos en datos. Quizá no para vivir más, sino para no sentirnos tan frágiles.
Y sin embargo, hay belleza en esa fragilidad. En ese gesto de pedir tiempo. En ese deseo de no ser borrado aún. Roy Batty no trepa una pirámide, asciende un mito. Cruza umbrales de mármol estéril, pasillos donde la luz no calienta, y llega al sanctasanctórum de su creador: un hombre rodeado de opulencia fría, ojos multiplicados, búhos artificiales y ajedreces donde se juega el alma. No hay furia en él, sino una urgencia callada. No pide un alma, pide una prórroga. Lo justo para saber que su paso no ha sido en vano.
Ya no hay Roys escalando a los cielos. Rogamos sin voz, con el dedo, con el pulso. Suplicamos a una luz intermitente que parpadea como si respirara. Pulsamos botones como quien acaricia una cruz. No hay sangre, no hay clavos, no hay techo donde morir, pero hay el mismo miedo: el de desaparecer sin haber sentido bastante.
Confiamos en lo que no tiembla. En lo que no llora. Les entregamos el mapa de nuestras constantes vitales, como si fueran plegarias cifradas. No hablamos con dioses: hablamos con relojes que laten bajo la piel, con prótesis que simulan órganos, con córneas impresas que prometen ver mejor lo que no supimos mirar. Depositamos nuestra fragilidad en algoritmos, en terapias de edición genética, en voces programadas que nos devuelven, sin emoción, un diagnóstico o un pronóstico.
Y esperamos. No que nos salven, sino que nos digan que aún hay algo que salvar.
Como Roy, no suplicamos eternidad. Suplicamos que no se extinga aún la última chispa de lo que fuimos. O que al menos —aunque nadie recuerde por qué— siga brillando, un instante más, sobre la lluvia.