La concordia, esa nueva moda
Últimamente, oímos mucho la palabra concordia en boca de nuestros políticos y, sinceramente, ya era hora. La concordia es un valor que ha brillado por su ausencia en las últimas décadas y no es muy usual que emerja en el ámbito de la política donde todo son trifulcas y golpes bajos. Llevamos mucho tiempo en el que el Parlamento se asemeja a una olla de grillos y ya era hora de que las aguas retornasen a su cauce. Después de todo, tenemos ante nosotros un país entero por recomponer.
No obstante, algo me hace sospechar que tal apelación no es sino una manera más de emperifollar los discursos para hacerlos rimbombantes y ocultar, de este modo, su oquedad argumentativa. Como dice el refrán, «obras son amores y no buenas razones» y, aunque las palabras y los gestos en política tienen una importancia primordial, acudiendo a las obras evidencié, muy a mi pesar, que no podemos ser optimistas con que la palabra concordia esté de moda, pues parece que será tan fugaz como el retorno de las hombreras o los pantalones acampanados.
Unos tanto, otros tan poco
El presidente del Gobierno, a la vanguardia de la concordia y la magnanimidad, ha indultado a los encausados por el Procés. En sus discursos ha hablado de la utilidad social, de un futuro compartido y de la altura de miras. Con todo, he de decir que en el artículo que hoy escribiré no me referiré únicamente a la cuestión catalana que, a todas luces, va a dar mucho que hablar, tampoco quisiera plantear la cuestión en términos partidistas de rojos y azules (pasarlo todo por el tamiz de la polarización acaba siendo agotador), sino a ese buen acogimiento por parte de los medios informativos y líderes de opinión, de este vocabulario que, si me permiten, me resulta tan conmovedor como insustancial y que, además, se emplea a conveniencia. Al fin y al cabo, no creo que aquellas personas que se han manifestado en oposición a tal concesión estén faltas de compasión, no quieran una solución para el problema independentista o carezcan de la suficiente visión diplomática. Me parece más verosímil que entienden que no es este (y sólo este) el camino para finiquitar con la funesta vía unilateral y los chantajes independentistas (muchos, de hecho, no ven solución posible).
Si nos vamos a la etimología de la palabra, advertimos que concordia procede de con- (junto), cor, cordis(corazón) e -ia (cualidad). De esta manera, podríamos entender algo así como la forma de vivir en común, con el corazón unido. Lo cual no implica, por supuesto, con un único corazón, sería más bien una relación comprensiva, una manera de vivir juntos los distintos en paz y armonía. Dejando a un lado la cursilería, resulta un escenario manifiestamente deseable. Si nos limitamos a la cuestión independentista, podríamos afirmar que, efectivamente, dando por sinceras las palabras de nuestros representantes, sus actos (errados o no) van en la dirección de una vida en común. No puede decirse lo mismo, no obstante, de muchos líderes independentistas que hablan de “puta España”, “raza catalana”[1] o del hombre andaluz como un “hombre destruido”[2].
Sea como fuere, sentí cierto hálito de esperanza al ver que quizá por un mísero instante podría haber algo así como entendimiento, reconocimiento mutuo, un paisaje tranquilo en la política española. He de reconocerles que sentí cierto vértigo y quizá algo de morriña. Pueden llamarme ingenua, yo misma fui consciente de mi error inmediatamente, pero les prometo que aquélla fue una sensación agradable. Como les digo, muy pronto recobré la normalidad y con consternación mis pies volvieron a posarse en el suelo, pues me percaté de que ese corazón que debía de ser vivido conjuntamente era arrojado a la cabeza del adversario con la más absoluta destreza (disculpen la imagen tan poco poética, pero creo que es bastante gráfica de lo sucedido).
Los mismos que el día anterior se escudaban en los sentimientos más humanos para hacer presentable un discurso dudoso, no sólo desoyeron, sino que despreciaron los sentimientos de aquellas personas que al día siguiente se mostraban disconformes con la aprobación de la Ley de eutanasia. ¿Qué tendrá que ver una cosa con la otra?, me preguntarán. Todo y nada. Simplemente, la concordia, simplemente la incoherencia, sólo la falta de corazón. No me voy a posicionar políticamente sobre esta ley. Muchos son los argumentos a favor y en contra y ustedes tendrán su propia idea al respecto que es, por supuesto, respetable y legítima. Ahora bien, todos sabemos que la Ley de eutanasia, así como la Ley del aborto, son dos leyes que afectan a una de las cuestiones más delicadas para el ser humano: la vida y la muerte. En mi opinión, no se puede banalizar al respecto, no se debería menospreciar al que piensa diferente sobre todo en este ámbito. Creo que aquí la cortesía, la sutileza y la corrección deben primar[3].
De esta suerte, coincidiendo el nuevo tiempo de concordia que anunciaba el Gobierno en referencia al Procés con la aprobación de esta polémica Ley, pensé que tal vez se aceptaría con honestidad que una parte de la población no la aprobara, aunque la respetara, que se entendería que en temas que afectan a la moral individual y las creencias religiosas, la progresía ejercería de progresía y sería escrupulosa y delicada. Imaginé que ese mismo corazón que había llevado al presidente a conceder el indulto a los políticos presos, lo llevaría a guardar un respetuoso silencio ante las protestas legítimas de las personas (en su mayoría creyentes) que ven con pesar la aprobación de la Ley que regula la eutanasia.
Me equivoqué. Cuando muchos ciudadanos se han mostrado contrarios a esta medida, no han sido pocos los que, lejos de mostrar respeto, han salido a la palestra a denunciar una involución democrática o una postura retrógrada que les devuelve a las cavernas. Insisto, no voy a dar mi opinión sobre esta ley, no se trata de eso. Se trata de respeto, de concordia, de silencio. Si se siguen las premisas que rigen el pensamiento conservador, uno se percatará en seguida de que es muy coherente y acorde a sus convicciones mostrar su desacuerdo y pedir que se recurra la ley. Si verdaderamente uno está convencido de que se está legislando en contra del derecho fundamental a la vida, me parecería muy poco democrático, muy cobarde, de hecho, no hacer todo lo posible (por los cauces democráticamente establecidos) para que se dé marcha atrás. Y, no se equivoquen, estoy convencida de que, si esos mismos partidos que hoy son vapuleados estuvieran en el Gobierno, no se mostrarían mucho más exquisitos en otras medidas y cuestiones de índole similar. De “política” va la cosa.
Una lección de veinte segundos
Tengo el recuerdo de una noche en la que veía junto con mi familia un partido de la Selección española de básquet en el salón de mi casa. Era casi como un ritual. Un evento por el que, si la contienda se jugaba en otro país y nos afectaba el cambio horario, madrugábamos o trasnochábamos para ver en riguroso directo. En uno de los campeonatos, me quedé asombrada al ver que a unos segundos de finalizar el partido y ganando holgadamente los chicos de Pepu, Ricky Rubio se quedó parado en una esquina botando el balón. Me quedé atónita, ¡faltaban veinte segundos!, ¿qué haría? Conociéndolo podría tomar carrerilla y deleitarnos con un movimiento majestuoso que dejase el balón en las manos de un imponente Marc Gasol que remataría la faena con determinación haciendo vibrar el estadio. Miraba expectante mientras sostenía la bandera de España. Esperé, esperé y esperé. Fueron veinte eternos segundos botando el balón hasta que el arbitro anunció el final del partido. España había ganado. Los dos equipos se abrazaron, chocaron sus manos y se dieron palmadas en la espalda (eran tiempos de contacto físico y felicidad). En mi casa los aplausos y cánticos fueron numerosos y desacompasados, como corresponde. Aquella noche entendí que tan difícil como saber perder, es saber ganar.
[1] Aunque esta idea circula por las cabezas de muchos intelectuales del Procés, fue Mariàngela Vilallonga, exconsejera de Cultura de la Generalitat de Cataluña, quien lo dejó por escrito en su libro Els arbres en 1986.
[2] Este fue el caso de Jordi Pujol, aunque quiso borrar todo rastro de este lamentable apelativo que apareció en La inmigración problema i esperança de Catalunya, libro editado en 1976. (Fuente: https://digital.march.es/fedora/objects/linz:R-18696/datastreams/OBJ/content).
[3] Les parecerá risible que en Incorrección política se hable de corrección, pero me parece que en este punto ser correcto supondría transgredir lo públicamente aceptado.