Hace unos días recordaba una lectura que me acompañó en mi adolescencia y que, pese a no parecerme determinante, sí que tenía un regusto entrañable que me complacía, quizá por cómo me habló de ella quien me la descubrió o tal vez porque la adolescencia es ese punto de la vida en el que tratamos de encontrar lenguajes ocultos detrás de una tosca y ruda realidad. Sea como fuere, pasar las páginas de El guardián entre el centeno me retrotraía a los institutos en los que jóvenes de costa a costa verían las banderas estadounidenses ondear inagotables con sus barras y sus estrellas, por aquel entonces la cultura yankee con sus carreteras interminables, sus intelectuales neoyorquinos, sus extravagancias californianas y las infinitas marismas del sur me fascinaba. Alguien me esperaría en la parte trasera de alguna ranchera con unos tejanos desgastados mientras Ginsberg aullara con una voz inescrutable y Miles Davis apagase las luces de algún antro.
Así deambulaba una chiquilla de diecisiete años con la vista puesta en ningún lugar y sin embargo en todos, así caminaba fantaseando entre negros y claroscuros, entre pensamientos taciturnos, pero con una bocanada inconmensurable de esperanza y futuro. La inmortalidad adolescente que por aquel entonces pasaba las páginas de una pequeña obrita sin mayor afán que imaginar.
No quisiera perturbarles una noche en la que supongo que ustedes pasarán horas más o menos alegres y joviales con sus familiares y allegados, sin embargo, me gustaría traerles una pequeña reflexión de aquella lectura que ha venido hace poco a mi mente. En un punto muy preciso de la misma Holden Caulfield, un joven que camina sin rumbo por Nueva York tras haber sido expulsado del internado en el que residía, se plantea esas tonterías triviales de adolescentes que buscan descubrir una ciudad con nuevos ojos. En un momento en el que se deja encandilar por Central Park no puede evitar preguntarse a dónde irán los patos que allí habitan cuando el lago se congela. Una pregunta nada infantil que nos afecta a todos, que nos pone ante el filo de la navaja. Una pregunta que nos sitúa frente a frente con los cóncavos desfiladeros de la muerte y nos hace preguntarnos qué será de nosotros cuando nuestro lago se congele, donde reposarán nuestras cabezas cuando nuestro hogar deje de ser habitable, cuando se torne inhóspito. Unheimlich.
Pensaba yo en aquellas cosas con diecisiete años y sin rumbo. El tiempo ha pasado y la claridad no me ha acompañado, más bien lo contrario. Pero ahora todo es muy diferente. Dando vueltas a este pequeño pasaje me doy cuenta de que en aquel entonces no me percaté de lo esencial y es que los patos no piensan qué será de ellos cuando el lago se congele, los patos viven ajenos a esa contrariedad que seguramente se desarrolle tarde o temprano. Los patos viven, los patos nadan. La toma de conciencia del fin paralizaría un persistir en la existencia que es lo que permite precisamente que ese fin se retrase siempre un poco más. Con todo, no quisiera robarles ni un minuto más de este precioso tiempo de familia y recuerdos. Sigamos pues nadando y viviendo sin pensar el sentido de vivir para morir, la injusticia de nacer para perecer. Sigamos brindando, riendo, apasionándonos, sigamos habitando el mundo como lo hacen los patos del Central Park. No hay tiempo que perder. Que sea el lago el que se congele, no nuestro caminar. Gracias por su tiempo, un afectuoso abrazo, les deseo lo mejor para el próximo 2023. Buenas noches.
3 comentarios en “Feliz Navidad, próspero año nuevo. No hay tiempo que perder. Seguimos.”
Feliz Navidad. Me ha gustado la entrada. Sigamos viviendo; bien viviendo que dirían los griegos.
Saludos de Don Quijote de Vaciamadrid
Feliz Navidad, querido amigo, efectivamente, que el daimon ilumine nuestro caminar.
¡Feliz Navidad! O como se dice ahora, felices fiestas de temporada. Porque la mayoría de patos siguen nadando, pero además de la naturaleza, hay unos pocos que se dedican a marcar el camino por el que tienen que nadar.
Otro abrazo.