No es que el tiempo pase, es que nos pasa a nosotros. Esa es la diferencia fundamental. Día tras día el minutero arrastra sus pasos cansados, uno tras otro, en un desfile interminable, y nosotros, sin saber cómo, nos dejamos llevar por el ritmo invisible de su acompasado tic-tac. El paso del tiempo no es algo que observamos desde una distancia segura, como si se tratara de un río ajeno a nuestra orilla; al contrario, nos arrastra consigo, y nosotros somos poco más que hojas atrapadas en la corriente.
Si uno se detiene a pensar, no hay nada más arbitrario que la idea del tiempo. La naturaleza no conoce horas ni días; para ella, la sucesión de los acontecimientos no es sino un continuo devenir. Todo lo demás, la numeración, las divisiones en años, los meses con treinta o treinta y un días, no es más que una invención nuestra, un intento desesperado por imponer orden al caos que nos rodea. Pero ese orden es tan ilusorio como el control que creemos ejercer sobre nuestras propias vidas. El tiempo, ese tirano al que hemos servido durante siglos, nos mira con una sonrisa burlona mientras sus dedos se cierran cada vez más firmemente sobre nuestro cuello.
Resulta paradójico que en una época en la que el control y la gestión del tiempo se han convertido en una obsesión colectiva, nunca antes hayamos sentido tanto la sensación de que el tiempo nos controla a nosotros. Vivimos pegados a la agenda, el calendario y el reloj, tratando de exprimir cada segundo en un vano intento de alcanzar la éxito o la productividad. Y al mismo tiempo, el paso de los años se desliza entre nuestros dedos como la arena en un reloj roto, y esa misma prisa nos impide apreciar lo esencial: que no hay nada que podamos hacer para detenerlo.
Pero si el paso del tiempo nos angustia no es solo porque sea inmutable, sino porque nos enfrenta a nuestra propia finitud. Con cada vuelta que da el reloj, con cada mañana que se convierte en tarde y cada tarde que se sumerge en la noche, somos más conscientes de nuestra propia mortalidad. La muerte, esa sombra que se cierne sobre todos nosotros, se vuelve más palpable con cada día que pasa. Y por más que intentemos huir, por más que nos distraigamos con las mil y una banalidades del día a día, no hay escapatoria. El tiempo nos conduce, inexorablemente, hacia nuestro propio final.
Algunos, en su desesperación, intentan desafiar el paso del tiempo aferrándose a la eterna juventud. Se someten a cirugías, se inyectan, se pintan el cabello de un color que ya no les pertenece. Pero el tiempo no se deja engañar: al final, esas mismas personas que intentaron desafiar la vejez acaban siendo caricaturas de sí mismas, sombras de lo que una vez fueron. Y quizá esa sea la gran lección que nos deja el paso del tiempo: cuanto más luchamos contra él, más fuerte es su dominio sobre nosotros.
Es aquí donde la ironía se hace presente: no es el tiempo el que tiene que ajustarse a nosotros, sino nosotros los que tenemos que aprender a vivir con él. Podemos pasar nuestros días tratando de ganarle la carrera, pero él siempre llegará primero. Podemos pasarnos la vida corriendo, siempre mirando el reloj, esperando el futuro como si en él estuviera la respuesta a todas nuestras preguntas. Pero lo único que encontraremos al final del camino es el mismo punto de partida, porque, como decía T. S. Eliot, «no cesaremos de explorar, y al final de nuestra búsqueda llegaremos al lugar del que partimos y lo conoceremos por primera vez».
Y entonces, cuando finalmente comprendemos que no podemos detener el tiempo, surge una pregunta: ¿cómo deberíamos vivirlo? Quizá la respuesta sea dejar de medir, dejar de correr y simplemente aprender a estar. Aprender a mirar el atardecer sin pensar en la siguiente cita, aprender a escuchar el silencio entre las palabras. Aprender a apreciar lo efímero, porque al final, eso es todo lo que tenemos.
El tiempo, ese amante cruel y burlón, nos envuelve con sus caricias mientras se marcha sin decir adiós. Quizá el secreto sea bailar al compás de su música, sin esperar que el baile dure para siempre. Porque, al final, el paso del tiempo es inevitable, pero cómo elegimos vivir cada instante, eso sí depende de nosotros.
Y si todo esto le parece demasiado filosófico o difuso, quizá sea solo una muestra de que, incluso mientras escribo estas líneas, el tiempo sigue pasando. Usted, yo, y la pantalla que tiene delante somos tan efímeros como este pensamiento que ahora mismo se desliza, aún caliente, por el laberinto de la conciencia. El tiempo sigue y no espera, y aunque queramos atraparlo en palabras, él siempre encontrará la manera de escurrirse, sonriente, como el gran ilusionista que siempre ha sido.