La nostalgia de lo que nunca fue

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Hay días en los que la actualidad se vuelve insoportable. No porque sea más cruel de lo habitual—siempre lo ha sido—sino porque la sensación de repetición resulta asfixiante. Los mismos discursos vacíos, las mismas indignaciones prefabricadas, los mismos héroes de mármol con pies de barro. La política se ha convertido en un sainete grotesco, la cultura en un escaparate sin alma. Y en medio de este estrépito constante, me refugio en lo que apenas hace ruido, en aquello que no impone, sino que acompaña. Últimamente, ese refugio tiene banda sonora: Peces de ciudad. La he escuchado tantas veces que podría recitarla de memoria, pero hay días en que sus versos me sorprenden como si fuera la primera vez.

La nostalgia es un animal caprichoso. No se alimenta solo del pasado, sino de lo que nunca llegó a ser. Hay recuerdos que no son fotografías de lo vivido, sino fragmentos de un tiempo que imaginamos. Son espejismos de lo que pudo haber sido, de lo que nos hubiera gustado que fuera. «Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver», dice la canción, y lo cierto es que pocas sentencias encierran tanta verdad. La memoria es una tramposa de oficio: idealiza, distorsiona, superpone. Y, sin embargo, nos empeñamos en volver a ciertos lugares con la esperanza de reencontrarnos con quienes fuimos. Pero solo hallamos escenarios envejecidos, calles que ya no nos reconocen, sombras que nos miran sin saber quiénes somos.

El tiempo nos despoja de muchas cosas. Nos roba certezas, nos arrebata rostros que un día fueron imprescindibles y, lo que es peor, nos hace extraños en nuestras propias historias. Aprendemos a aceptar las ausencias, a convivir con los silencios de quienes se han ido, con los rincones que dejaron de pertenecernos. Lo que un día nos sostuvo, de pronto, es solo un eco. Y en algún momento, sin darnos cuenta, nos convertimos en exiliados de nuestro propio pasado.

Siempre creímos que la memoria era un archivo fiel, una especie de cofre donde guardamos lo vivido. Pero recordar no es rememorar, sino recrear. Cada evocación es una reescritura, una nueva versión del relato. Por eso a veces nos asalta la sensación de que extrañamos más lo que imaginamos que lo que realmente ocurrió. Somos perseguidos por la sombra de lo que nunca existió, por las vidas que dejamos a medias, por las palabras que nunca dijimos. «Y cómo huir cuando no quedan islas para naufragar».

Nos acostumbramos a caminar con los pies en el presente y la cabeza en otro tiempo. Nos volvemos expertos en sobrevivir a la ausencia, en hacer de la melancolía una casa habitable. Los peces de ciudad nadan a ras del suelo, resignados a un mundo donde todo lo que flota termina hundiéndose. Quizás la única forma de escapar sea aceptar que el pasado no vuelve, que la nostalgia es solo una forma de resistencia contra el olvido y que, si tenemos suerte, encontraremos una orilla donde dejar de remar por un instante.

Pienso en Borges y su idea del tiempo como un laberinto infinito de posibilidades truncadas, en Pessoa y su colección de existencias inacabadas, en Proust y la fragilidad de la memoria. Toda la literatura parece advertirnos de lo mismo: recordar es una forma de perderse. Tal vez la melancolía no sea más que la certeza de que la vida nunca se parece del todo a lo que imaginamos.

Así que hoy no hablaré de la actualidad. No de las noticias fugaces, de los titulares que en un mes serán ceniza, de los nombres que pronto quedarán en el olvido. Hoy prefiero quedarme aquí, en este rincón donde los recuerdos son preguntas sin respuesta y el tiempo se desliza sin certezas. A veces, en ese espacio entre lo que fuimos y lo que nunca seremos, es posible encontrar un lugar donde descansar un momento antes de seguir buscando.

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