Motivos para dudar
Mucho se ha dicho acerca de las Meditaciones cartesianas, cantidad de ilustrados académicos han visto en ellas una repetición de un escepticismo propio de la actividad filosófica, otros han visto en la duda metódica el principio de un nuevo pensamiento, la inauguración de la era de la razón. En este pequeño artículo no pretendo posicionarme del lado de unos o de otros, razones sobradas los llevan a tales juicios y son más doctos en la materia de lo que este modesto blog puede soñar. No obstante, a la luz de esta breve obra, creo que podemos hacer una serie de reflexiones que me parecen del todo pertinentes para la actualidad que nos subsume.
No han sido pocos los que de una manera un tanto jocosa e ignorante se han referido a la obra del filósofo como una patochada propia de una mente burguesa ociosa. Ciertamente, no puedo quitarles una parte de razón en lo que a la burguesía y la ociosidad respecta, no en vano la filosofía nace del ōtĭum, esto es, del tiempo libre que sólo los griegos más adinerados podían disfrutar. Sea como fuere, hay un hecho de calado y fundamental que se les escapa a estas personas que se aproximan a las Meditaciones con este grado de desconocimiento.
La actitud escéptica de Descartes ha de ser comprendida sobre el trasfondo de una tradición que, en su opinión, sólo proporcionaba saberes confusos e inútiles. En ningún momento el filósofo duda por dudar, como si las cuestiones no respondiesen siempre a una realidad que se ha tornado problemática y que, por tanto, exige de nuestra atención para volverla a insertar en el acervo experiencial que conforma nuestra realidad cotidiana. La experiencia particular de la que habla Descartes da cuenta de la especificidad del momento histórico que vivió, el siglo XVII, un tiempo marcado por el auge de la nueva ciencia, el descubrimiento de América o la Guerra de los treinta años, hitos que desembocarán en un cambio de paradigma social y cultural que mantuvo en vilo a toda Europa. En este marco de transformación, la tradición pasó a ser incisivamente cuestionada y la verdad relevada por la Iglesia, discutida[1]. ¿No había motivos, pues, para ponerse a pensar? ¿No sobraban razones para adoptar la actitud teórica que por un momento deja de dar las cosas por sentado?
La razón erguida sobre la sinrazón
Si tornamos la vista a nuestros tiempos, veremos que nuestro contexto cultural no dista mucho de la caótica incertidumbre que envolvía el momento que vivió Descartes. No sólo la verdad revelada de la Iglesia hace ya décadas que dejó de sostener los grandes principios sobre los que se fragua una comunidad, sino que la idea de progreso ha fenecido. La tradición y los valores que articulan el marco común vital están siendo agitados, discutidos e incluso desgajados (o deconstruidos, para los más modernos) de un tiempo a esta parte. No creo oportuno referirme a nuestro tiempo histórico en términos valorativos como bueno o malo, simplemente evidencio que es un momento de cambio, de incertidumbre, de verdades que empiezan a ponerse entre interrogantes. De esta suerte, parece no sólo entendible, sino necesario, volver a preguntarnos por lo que siempre hemos dado por supuesto.
Y en este punto cabe ser valiente y no dudar a la carta. ¿A qué me refiero? Considero que no es de recibo, en lo que a integridad intelectual respecta, cuestionar únicamente aquellos principios que nos resultan más incómodos y menos asumibles dentro de nuestra cosmovisión. No, si la duda metódica se abre, lo hace con todo. Aquí hace falta valor. De esta suerte, del mismo modo que cabe cuestionar lo que hasta el momento eran certezas como bien podría ser la valía del hombre sobre la mujer, o de un hombre sobre otro hombre en base a su riqueza, prestigio o posición social, también hemos de preguntarnos por principios como las bondades del multiculturalismo que obvian sus problemas o un pacifismo que choca con la realidad, por ejemplo. En este punto hemos tocado hueso, porque ahora aparecen formaciones que empiezan a emitir discursos sobre temas tan delicados como la inmigración y preguntan abiertamente si todo colectivo es o no integrable y si es más deseable una migración venida de un lugar o de otro. Y como muchos de estos grupos sólo sacan a la palestra estas problemáticas en un intento por sacar rédito de ellas de un modo patológico y dañino, parece que el resto tiene que relacionarse para con estos pormenores con un silencio sepulcral, jugando al manido juego del avestruz soslayando que, efectivamente, son problemáticas. Craso error.
Son muchas las razones que llevan a esta actitud. Desde luego, cabría destacar lo pernicioso de un discurso políticamente correcto que señala y censura como inaceptable ya no sólo a aquel que niegue una verdad “revelada”, sino a todo el que pretenda preguntar por la misma aún incluso defendiéndola. Pero hay muchas más razones de peso, por ejemplo, el no querer entrar a simplificar cuestiones sumamente complejas y el daño que puede hacerse a colectivos vulnerables si ciertos discursos comienzan a multiplicarse (como si negarlos les estuviera haciendo un favor, me atrevo a objetar). Ahora bien, hay un motivo más que es el que nos interesa y es el temor a que efectivamente haya ciertas verdades (sino todas) que sentimos que deben seguir primando en tanto que verdades para las que, sin embargo, no tenemos una razón última a la que apelar.
Pero, ¿es acaso este motivo suficiente como para permitir que estas verdades infundadas sean vilipendiadas en el debate público sin una voz clara y firme que las defienda? ¿Es que acaso los principios más elementales de la convivencia cívica han de estar rigurosamente explicitados en un lenguaje perfectamente pulido? Si ese fuera el caso, hace tiempo que debiéramos habernos despedido de la civilización, pues esta no es sino el resultado de un decantamiento histórico plagado de dobleces insurrectas. En mi opinión, que no haya fundamento en términos de principios trascendentales en sentido kantiano no es excusa. En ausencia de tal solidez, hemos sido capaces de estipular una serie de normas de convivencia más o menos plausibles. Y, además, no nos hemos conformado con ello, hemos querido seguir hurgando, quizás ociosamente, en el laberíntico mundo de la razón para hacer lo más estable posible esa arquitectónica de normas y costumbres que rigen nuestras sociedades. Una labor que nos impele a todos y en la que seguimos.
Descubrir que la muerte de Dios supone una responsabilidad sin precedentes para el animal humano porque a de darse a sí mismo la norma y la Ley, no puede paralizarlo. Y considero, personalmente, que hay suficientes motivos, quizá no todos ellos fundados en la razón, que nos llevan a defender ciertos principios y valores que consideramos justos, una consideración que seguramente no pase por el riguroso cariz del método, pero sí por el de un cogito encarnado, un cogito que siente y se compadece, un cogito que, de una manera u otra, con razón o sin ella, tiene una cierta intuición de aquello que debe ser defendido.
Con todo, tengo la firme convicción de que este acto de dudar hace mucha más justicia a los valores que queremos defender que no el privar el debate alimentando, así, la incertidumbre y dando pie a que palabras desproporcionadas siembren en un terreno abonado por almas dolidas. Porque no podemos engañarnos diciendo que tenemos un fundamento sólido sobre el que sostener la democracia cuando tal fundamento se desvaneció con la muerte de Dios y no hay contrato que nos arrope. Tenemos razones, mas no la razón. Y, sin embargo, he aquí la cuestión, no por no tener un fundamento sólido cual monolito sobre el que erguir una catedral, vamos a dejar de vivir.
Primum vivere, deinde philosophari y viceversa
En este punto quisiera introducir la segunda enseñanza de Descartes que muchas veces pasa desapercibida y me parece que es fundamental para comprender el vigor de su obra y para extraer conclusiones útiles en nuestro día a día. Si nos quedásemos únicamente con las primeras meditaciones donde el filósofo va haciendo pasar por el tribunal del método las verdades y certezas que se presentan como tales y que quizá no lo son, tendríamos que desechar todo el edificio civilizatorio que ordena nuestra vida en sociedad. Sin embargo, por fortuna, son seis las meditaciones y muy hábil y astuto el filósofo francés que, pese a una quebradiza salud, supo ir más allá de lo que muchos de sus críticos han querido ver en su obra forzándola hasta límites insospechados. Me refiero precisamente a la moral provisional con la que cierra las meditaciones nuestro querido pensador de estufa.
Con el fin de no permanecer irresoluto en mis acciones, mientras la razón me obligaba a serlo en mis juicios, y no dejar de vivir, desde luego, con la mejor ventura que pudiese, hube de arreglarme una moral provisional.
He aquí lo que a mi parecer es la diferencia entre la crítica y el nihilismo, entre en escepticismo y el descreimiento gratuito. Muchos ven en los pensadores de la Modernidad (Nietzsche, Foucault, Bataille) la grieta por la que se desangra “Occidente”, en mi opinión, tal óptica es obtusa y hace un flaco favor a los pensadores del límite que, como Trías, tratan de hacerse paso a tientas sin el calor del argumento ontológico y el cobijo de lo sacro. Pues hay dos ideas fundamentales que quisiera subrayar y que muchas veces dan pie a un sinfín de malentendidos:
1) Criticar en sentido filosófico (trazar los límites), preguntar por los fundamentos, no es sinónimo de impugnar. Podemos fácilmente asumir que la máxima “no matarás” no es un enunciado universalmente aplicable (en términos morales esa misma sentencia no significa lo mismo en un piso de Chamberí una tarde otoñal que en Tihuana en medio de un asalto) y, sin embargo, no por ello no vamos a no observarla en nuestra cotidianidad y a no ser estrictos a la hora de examinar las causas que hayan podido llevar a un hombre a matar a otro hombre.
2) Si bien se desprende de la primera observación, creo que es imprescindible (más aún, creo que no nos queda otra) que guiarnos en la cotidianidad del día a día con una “moral provisional”. Es menester no mantenernos irresolutos en nuestras acciones e intervenciones, al fin y al cabo, como dice Descartes hay que “vivir”. Volver a la “actitud natural” propia del precientífico, presupuesto e incuestionable Lebenswelt (‘mundo de la vida’). Es posible e inevitable proseguir con esta incertidumbre constante de saber que no hay certezas en la moral. Todos quisiéramos la acomodaticia morada de la certeza en todo lo que hacemos, pero la Modernidad nos llevó por otros derroteros.
La cuestión del “si Dios no existe todo está permitido” creo que a estas alturas es vana porque la realidad se nos ha mostrado como otra muy distinta: Dios no existe y, milagrosamente, no todo está permitido. ¿Cómo ha sido posible mantener los consensos?, ¿cómo no acabar en la antropofagia de la que habla Dimitri Karamazov en la novela?
Estas cuestiones son del todo pertinentes y no por ello debemos creer que el ordenamiento que nos hemos labrado es y debe ser incuestionado, que así se mantendrá y que, por tanto, podemos irnos a descansar. Ni mucho menos. Rehuir los debates, esconder los problemas inherentes a la democracia por no tener la respuesta definitiva, el volver la mirada hacia otro lado, es la mayor falta de respeto que uno puede tener hacia la verdad. Quizá ésta nunca se alcance, quizá nos veamos desfallecer antes siquiera de percibir su rostro, sin embargo, ¿tan poco creemos racional, emocional o vitalmente en aquello que nos parece bueno, noble y justo como para no defenderlo? ¿Tan poca confianza tenemos por eso que algunos llamaron sentimientos o intuiciones morales que nos vemos incapaces de saltar a la palestra para alzar la voz por aquello que aún sentimos que debe ser respetado? No hay mayor enemigo de la democracia que el fundamentalista democrático, no hay mayor peligro para la actitud ilustrada que el dogmatismo y la cobardía. Precisamente poniendo en cuestión los principios más elementales en los que hemos sido educados y sin los cuales sentimos que la vida carece de algo así como “sentido” es como los honramos y ayudamos a perpetuarlos a duras penas. Entre la actitud acobardada del irresoluto que no actúa hasta no saber y la bravuconada resuelta del dogmático que con la misma cobardía no quiere dudar, siempre y en todo momento sapere aude!
[1] A modo de ejemplo podemos destacar el caso Galileo que acabó en una condena al copernicanismo en 1616. Sus hallazgos en el ámbito de la filosofía natural pusieron en cuestión los principios epistemológicos, ontológicos y axiológicos de una razón teológica que, hasta entonces, había disfrutado de un lugar predilecto en la cúspide del saber. El atrevimiento de Galileo obtuvo una respuesta contundente por parte de la Curia Romana que, además, tenía que lidiar con la Reforma protestante.