Todo empieza en una cocina. Una cocina donde el fuego no solo hierve el agua, sino también la vida. Una cocina donde el tiempo no avanza, sino que se consume, como la leña que arde en el fogón. Allí, entre el vaivén de los platos y el rumor de la cebolla que llora en la sartén, una mujer permanece de pie. Siempre de pie. Ella, que sostiene el mundo entero sin que nadie se dé cuenta.
Pienso en las patatas peladas con la precisión de quien ha repetido el mismo gesto hasta que sus manos ya no distinguen entre la piel de la patata y la suya propia. Pienso en la cuchara de madera, desgastada por años de remover guisos que nunca fueron para ella. En la cacerola que hierve a fuego lento, como su rabia, como sus sueños que se evaporan en el vapor de la olla. En esa cocina que es más cárcel que refugio, donde se le dijo que debía quedarse, donde el aire es denso de sacrificios y renuncias.
La historia de muchas mujeres cabe en la palma de una mano agrietada. Manos que alimentaron bocas que nunca preguntaron si ella tenía hambre. Manos que lavaron platos mientras sus propias historias se desvanecían en el fondo del fregadero. Manos que sostuvieron hogares enteros, mientras el mundo les negó un asiento en la mesa. Porque ellas servían, pero no se servían. Porque su tiempo, su cuerpo, su vida, siempre fueron de otros.
Nos contaron que el sacrificio es parte del amor, y sí, lo es. Pero amar no debería significar desaparecer. El sacrificio es grandeza cuando se elige, pero injusticia cuando se impone.
Esas cocinas han sido trincheras donde generaciones enteras de mujeres han peleado una guerra silenciosa contra el olvido. Una guerra sin nombre, sin himnos, sin monumentos. Batallas diarias contra la fatiga, la resignación, la sombra de los sueños que murieron sin ser pronunciados. Y ellas lucharon, sin fusiles ni proclamas, con una resistencia que nunca fue celebrada.
Pienso en mi abuela, en su delantal gastado, en su manera de limpiar la mesa con la misma ternura con la que hubiera querido limpiarse las heridas. Mujeres que nunca comieron hasta que todos los demás terminaron. Que nunca se sentaron hasta que ya no había nadie a quien atender. Que nunca dejaron de servir, incluso cuando ya no tenían nada que dar. Porque les enseñaron que primero estaban los demás, y después, si quedaba algo, ellas.
No hubo aplausos para ellas. No hubo condecoraciones. No hubo gratitud suficiente para cubrir el vacío de todo lo que no vivieron. Sus nombres no están en los libros de historia, pero sin ellas, la historia no existiría.
Ellas fueron las primeras en despertar y las últimas en dormir. Las que sostuvieron al mundo entero con los brazos agotados y la espalda vencida. Las que aprendieron a callar porque sabían que el ruido de sus propias voces no importaba.
Pero ya no más. Ya no más vidas relegadas a ser la sombra de otras vidas. Ya no más sacrificios exigidos como tributo.
Este 8M no es una fecha en el calendario. Es la fractura de un silencio que se ha dado por sentado demasiado tiempo.
No basta con reconocer lo que ha pasado. Hay que cuestionar lo que sigue pasando, desmontar la normalidad que ha hecho del sacrificio un destino y de la entrega una obligación.
No es un gesto, es una certeza. Sin ellas, sin su tiempo, su esfuerzo y su resistencia, el mundo no habría seguido en pie. Y eso no puede seguir siendo una nota al margen.
Feliz 8M. Que esta vez el mundo escuche.