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Las promesas perdidas de Jerusalén

Copia de 016 (7)

Hace ya varios años, en el corazón de un territorio dividido por luchas legadas, un grupo de niños, algunos vestidos con kufiyas palestinas, otros con kipás judías, se reunieron, se sentaron, cruzaron sus piernas sobre la tierra reseca y conversaron, desafiando la pesada carga del pasado, el eco de lamentos y el murmullo del conflicto[1].

Se sentaron, no sin temor, pues sus ojos, tan jóvenes, reflejaban el peso de generaciones atrás, de historias compartidas, de miedos transmitidos. Muchos familiares y amigos habían yacido en manos del enemigo. Muchas anécdotas les habían explicado quiénes eran ellos, quiénes eran los otros. Les habían dicho, habían escuchado, habían aprendido. Aún así, se sentaron, se sentaron y hablaron, hablaron y sonrieron.

Hoy, en un mundo marcado por sirenas y alarmas, donde los refugios no sólo cobijan cuerpos, sino sueños rotos, cometas derribadas, me pregunto, ¿qué habrá sido de aquellos niños que una vez se atrevieron a sentarse y hablar, sólo a sentarse y hablar? ¿Dónde se esconden ahora que las alarmas retumban y el cielo se ilumina con fuego y humo?

Promesas, promesas, promesas, un eco de lamentos que persiste como un eco en la eternidad. Muros y barreras, erigidos con piedras y bañados en la sangre de antepasados, continúan dividiendo tierras y corazones. La historia de Palestina e Israel, una narrativa de tragedias entrelazadas con fugaces anhelos de paz que se llevan tras de sí las explosiones, una historia que resuena como una canción melancólica que llena el aire con su tristeza perpetua. Pobre, Jerusalén, pobre Jerusalén.

Enseñar a odiar, a vengarse, a huir, a esconderse, a no significarse, es el legado sombrío que ha pesado sobre estos niños que ahora son adultos. Barreras y muros, lamentos que se elevan como cánticos fúnebres en una noche sin estrellas, banderas ondeando sin quimeras en un viento de desesperanza. En un mundo donde las bombas resuenan con ferocidad, donde los rehenes lloran con amargura, donde la sed de venganza nubla la razón, no hay tiempo para hablar, no hay espacio para sentarse, no hay agua que beber, no hay vidas que soñar.

No sé si lo que escribo es correcto o incorrecto, si debería señalar con un dedo acusador o permanecer en la prudente neutralidad del desconocimiento. Hoy, sin embargo, sólo puedo pensar en aquellos niños que alguna vez compartieron risas y tiempo, cuyas vidas se vieron entrelazadas en un momento y un lugar, casi por azar, casi contrariando la cordura y la razón. Disculpen que no salte a la palestra prestamente a condenar con “peros” ni a disculpar con “sin embargos”, disculpen por no comprender completamente el peso de la herencia que arrastran los habitantes de aquellas tierras, por no hablar animosamente al no sentir en carne propia sus agravios y sus heridas. Disculpen si guardo silencio, pero ahora mismo sólo me viene el recuerdo de aquellos días en el que los niños se sentaron a hablar y pudieron sonreír y, no se vayan a creer, también fracaso en esta empresa porque suenan las sirenas, porque tienen que ir al refugio, porque promesas, promesas, promesas. Pobre Jerusalén, con todo lo que ello implica, pobre Jerusalén.

 

 

[1]  Este texto se inspira en el conmovedor documental «Promises» (Promesas), que narra el encuentro de niños palestinos e israelíes en Jerusalén. La película sigue sus vidas a lo largo de los años, revelando los desafíos que enfrentan mientras crecen en un territorio plagado de conflictos y tensiones. A través de sus palabras, sonrisas y lágrimas, «Promises» ofrece una visión profunda de la complejidad y humanidad que subyacen en el conflicto palestino-israelí.

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