Se escuchan tambores de guerra, el fulgurante sonido de la madera contra el cuero terso junto las trompetas que anuncian que las tropas avanzan, que la contienda está esperando a los valientes y aguerridos que marchan rítmicamente: uno, dos, uno, dos. Escuchen ese sonido tribal que nos acompaña desde el origen de la civilización e incluso antes. Oigan cómo suena, cómo retumban las ventanas, cómo el viento remueve las hojas en una ventisca de llanto y metal. Uno, dos, uno, dos.
No ha cambiado la sequedad del pulso de la metralla, no ha variado un ápice el olor a plomo, febril aroma de la sangre mezclada en el barro. Es la misma bruma del miedo y terror que culmina en un estrepitoso chillido. Se escuchan tambores de guerra, pero seamos sinceros, nunca dejaron de escucharse.
Todos fingimos creer que, con la caída del muro de Berlín, la paz perpetua kantiana no sólo era posible, sino que ya estaba aquí. Todos fingimos con sonrisas y brindis que Fukuyama podría haber estado en lo cierto aquel día que anunció el fin de la historia. Todos bendecimos el final de la guerra sin querer ver que ni la historia había terminado, ni las banderas blancas se izaban en los cuarteles de las grandes potencias.
Aun resistiéndome a entender que la guerra es constitutiva de la historia y que la historia sigue avanzando peldaño a peldaño, siento discrepar del filósofo de Königsberg, pero la humanidad no progresa hacia mejor, simplemente se lanza al porvenir. Querido profesor, de tierra teñida de espanto está hecha la tragicomedia humana. Podemos negarlo y fingir que no es cierto, podemos mirar hacia otro lado y levantar nuestras manos blancas como si éstas frenaran la llegada de lo inevitable. Pero no hay voz que tape el sonido de los tambores de guerra, el uno, dos, uno, dos, de las botas de goma contra la mugre del devenir de los tiempos.
¡Qué escándalo, qué escándalo, he descubierto que aquí se juega!
Ahora se ha hecho patente lo que un tiempo a esta parte existía o bien lejos descaradamente, o bien cerca disimuladamente. Putin, Biden, Xi Jinping se sientan a repartirse el mundo, los europeos miramos sonrientes y expectantes sin saber qué será de nuestro futuro. Pero lo más clamoroso de todo son los discursos que señalan a uno y a otro desde un maniqueísmo pueril y ridículo, inservible para hacerse una composición de lugar más o menos coherente. Ciertamente, cuesta entender que esos discursos sean defendidos desde las más altas instancias del Estado.
Ante el desafío de un conflicto armado en Ucrania, el Gobierno español se muestra dividido. El PSOE, heredero de “OTAN de entrada no”, ha salido presuroso a ofrecer tropas españolas, adelantando movimientos en el Mar Negro para agradar al señor de los misiles ‘made in USA’. Otras potencias europeas de la OTAN han decidido mantenerse al margen, lo que no es de extrañar, pues la apuesta por la descarbonización les han hecho dependientes del “malvado” Putin y sólo les faltaba que éste tomara represalias y cerrase un grifo cuyo torrente es cada vez más preciado. España, algo menos dependiente de este gas, no se lo ha pensado dos veces y ha llamado a sus tropas a toque de corneta con una pasmosa voluntariedad.
Ahora bien, ya nos vamos acostumbrando a los dulzores amargos del Gobierno de coalición y la formación morada no esperado aclamar su “No a la guerra” intentando proyectar sobre la opinión pública que nos encontramos con hechos asimilables a la invasión estadounidense de Irak, algo cerca de su relato, pero lejos de la realidad. Es curioso que los autoproclamados seguidores de Marx, Lenin o Rosa Luxemburgo olviden tan fácilmente los fusiles, la guerrilla y la lucha de clases. No son pequeñas después de todo las tragaderas de los amantes de los significantes vacíos.
No a la guerra, ¿no a la guerra o no a esta guerra? ¿Ignoramos acaso que un Estado se sustenta sobre la defensa de sus fronteras? ¿Fingimos que la violencia y el enfrentamiento no vertebran las civilizaciones más avanzadas? ¿Nos creemos realmente que no hemos dejado de estar en guerra ni un mísero instante? No a la guerra, evidentemente, sentado en el sillón de un despacho, no a la guerra cuando uno no sufre en sus carnes el dolor de la injusticia, no a la guerra cuando uno puede permitírselo, cuando tiene el lujo de pintar sus manos de blanco. La cuestión no es no a la guerra, la cuestión es no a qué guerra. Como señala el filósofo Gustavo Bueno,
La idea de la Paz (respecto de las guerras históricas con morfología propia) aparece «flotando» en un espacio absoluto, similar al espacio de Newton respecto de los planetas que también flotan en él, y que no se deducen tampoco de él
Ideas flotantes, vacías de contenido y sobrecargadas de emotividad. La pregunta que creo que cabe hacerse en el conflicto de Ucrania es si esta es nuestra guerra, si son nuestros intereses, si es nuestra causa. He escuchado pacientemente a analistas que se presentan en las tertulias con una gran cantidad de libros a su lado, cuyo único argumento es que Putin es un dictador muy malo y que defender a Ucrania es defender la democracia[1]. Si ustedes atisban en este razonamiento alguna argumentación con un mínimo de solvencia, por favor, avíseme.
La guerra de la desinformación, los abusos y mentiras están a la orden del día a uno y otro lado del Atlántico. No es menos feroz Estados Unidos que Rusia ni ninguno de los dos que China o Europa si ésta tuviera la oportunidad. Plantear un conflicto geopolítico en términos de bondad y maldad apelando a los abstractos “valores democráticos”, parece cuanto menos digno de réplica. En lo que a política internacional respecta la pregunta va de oportunidad, de prudencia, de interés y estrategia. España no atraviesa un buen momento ni económica ni políticamente. No somos un actor internacional relevante, aunque contemos con un artefacto tan poderoso como es una lengua que hablan más de 540 millones de personas en el mundo. España depende también de las materias primas que le proporcionan países terceros como Rusia, España debe preguntarse cuál es el papel que juega en Europa cuando, una vez ha sido desindustrializada, ha de acudir a rendir pleitesía a los países frugales para que le presten dinero mientras la señalan como culpable de su patente fracaso. España tiene que hacerse muchas preguntas y dejarse de miras cortas, de discursos vacíos.
Sus ganancias, señor
Hay una escena magnífica del cine que es crucial para abordar de una manera más o menos lúcida cuestiones geopolíticas. En este tipo de asuntos la realpolitik hace acto de presencia. Si ustedes han visto, doy por hecho que lo han hecho, la gran obra maestra Casablanca, recordarán esa magnífica secuencia donde la policía interviene en el café de Rick, una redada por un escándalo: aquí se juega. Una vez el jefe de policía se ha mostrado sulfurado ante esa flagrante ilegalidad, un camarero se le acerca y le hace llegar lo que este simpático agente de la ley ha ganado apostando en esa misma timba que ha venido a desmantelar.
De esta manera, me gustaría invitarles a aproximarse a este conflicto, así como a otros conflictos a nivel internacional, lejos de la hipocresía y la demagogia. Es un escándalo, se juega. Efectivamente. Recojamos todos nuestras ganancias sin perder de vista aquellas maravillosas palabras de Bertolt Brecht:
Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles.
Ojalá que algún día nos hagamos imprescindibles para las causas que de verdad importan.
¿Lo escuchan? Ya llegan… uno, dos, uno, dos…
[1] Como si Ucrania tuviese voz en este disparatado encuentro y, si la tuviera, como si ésta fuera unánime o como si Ucrania fuese acaso una democracia digna de imitación.