La extrañeza de los Juegos Olímpicos que se están celebrando este año en Tokio se ha hecho notar desde el primer instante. A nadie le pasó inadvertida la petrífica escena de los abanderados de los distintos países desfilando alegres, sonriendo y saludando a la nada. Aquello parecía el anuncio de una película ambientada en un mundo postapocalíptico (y tal vez se trate de algo similar). La bella metáfora del estadio vacío pero repleto de luces, un espectáculo soberbio sin espectadores. Aquella noche se congregaron más drones que personas y más cámaras que fotógrafos. Así comenzaron los juegos de este año. Esta imagen tan paradójica, retrato de una época no menos inconcebible, acompaña los bizarros debates que se han animado en torno a los atletas y sus competiciones. Poco deporte, mucha ideología.
La llama de la Barcelona del 92’
Es curioso que fuese en los Juegos Olímpicos de 1992 celebrados precisamente en Barcelona donde Nelson Mandela tomase la idea de que el deporte podía congregar a los distintos llevados por algo así como un espíritu nacional. Ciertamente, no poco idealismo se cuela cuando hablamos de nación o patria, más aún en los tiempos que corren, pero no podemos obviar que más allá de cierta simpatía o antipatía por el folclore o las costumbres del terruño, los más o los menos hemos experimentado el sentimiento de pertenencia a un territorio común y compartido. La idea de obligación para con el vecino. Cierta emoción vibrante de no sentirse solo, de estar en casa y con los tuyos. Un sentimiento no excluyente, sino integrador, cargado de orgullo y compromiso. Quizá tales emociones se hagan más presentes cuando uno pasa mucho tiempo alejado de la casa materna, cuando redescubre la belleza del idioma, la exuberancia de los olores y la calidez de los hábitos. En cualquier caso, no somos indiferentes al lugar donde habitamos ni a sus gentes.
Si volvemos a Madiba advertimos que no le faltó olfato político al apreciar en el deporte un motivo de ligar a los que antaño estaban divididos y enfrentados a muerte. El mismo hombre que en la cárcel celebraba la derrota del equipo nacional de Rugby (deporte de blancos y ricos donde los hubiere) se reunió con su capitán para exponerle sus planes. Había tiempo. En 1995 Sudáfrica acogería el World Rugby y, tras ser apartado las convocatorias anteriores con motivo del apartheid, los Springboks saldrían a ganar. La victoria del equipo sudafricano debía significar el triunfo de la unidad de un país resquebrajado por la desigualdad y el racismo, los primeros pasos hacia una Sudáfrica dispuesta a escribir un capítulo nuevo en su historia. Pueden deleitarse con las imágenes de Clint Eastwood en Invictus para sentir como propia la victoria de la selección de rugby sudafricana. Ese momento de celebración, esos cánticos que recorrieron el país entero trascendían por mucho el campeonato. La celebración iba más allá y Madiba sonreía satisfecho. Con razón.
Han pasado unos cuantos años desde aquella utilización política del deporte a favor de la unidad social. Ciertamente, la hazaña de Mandela no es la única en la que el deporte ha pasado a primer plano en la contienda política. Bien al contrario, siempre ha sido una herramienta útil de propaganda electoral, de ingeniería social y, sobre todo, de entretenimiento popular para apaciguar los ánimos en los tiempos más convulsos. No hace falta recurrir al «pan y circo» para saber que el deporte mueve dinero, emociones y votos. Ni tampoco volver la mirada a una Hélade que reunía a las diversas polis bajo unos mismos valores.
Aunque se denuncia que los juegos de Tokio están siendo más politizados que otros creo que no es el caso. A mi parecer, no es tanto su grado de politización, sino la ineptitud de aquéllos que mueven los hilos de la opinión pública lo que remueve conciencias. Es más, si entendemos que la política es un arte majestuoso y sibilino, creo que más que politizados, los juegos están siendo electoralizados (disculpen el vocablo). La política juega prudente y a hurtadillas, Mandela fue hábil en este aspecto, el electoralismo, por el contrario, supone un bombardeo mediático febril, tan luminoso como chabacano. La política se hace entre bastidores, el electoralismo en las redes sociales. Y en éstas estamos.
Llevamos unos días en los que los atletas han demostrado pericia y esfuerzo en cada una de sus categorías, en cada partido y competición. Hemos visto a la Selección de Baloncesto dándolo todo en la cancha, al que apenas es un muchacho saltando de roca en roca a velocidades vertiginosas o a una judoca jovencísima estrenando medallero. Cuando vemos los Juegos Olímpicos, vemos prodigios. No obstante, el debate ha girado en torno a si la retirada y posterior reincorporación de la gimnasta Simone Biles aquejada de una enfermedad mental es algo meritorio o despreciable; se ha discutido sobre el tono de las declaraciones de Tom Daley («increíblemente orgulloso de ser gay y campeón olímpico»); no han faltado voces sobre si la participación de Laurel Hubbard, primera atleta transexual en halterofilia, supone un agravio comparativo; para culminar las polémicas con las palabras de la atleta española Ana Peleteiro: «que los dos medallistas fuéramos negros le joderá a mucha gente». Como ven, no hay novedad en el frente. Estamos ante cuestiones que llevan ocupando la agenda mediática desde hace meses y que, una vez más, han tomado el cariz partidista del cansino “o conmigo o contra mí”.
Dīvide et īmpera
Ante este desfile de porfías que vuelven a girar en torno a las identidades y las diferencias, los agoreros vendrán con reiterados mensajes alarmistas que condenan a esta sociedad individualista a la ignorancia eterna y la destrucción de lo sólido. ¡Cuántos valores podríamos haber sacado del ejemplo de estos atletas!, ¡cuánta gracia desperdiciada!, ¡qué lástima una sociedad que ya no aprecia lo bello ni reconoce la ejemplaridad! Realmente, algo de razón hay, pero ni tanto ni tan poco. No creo que épocas pretéritas hayan de darnos lecciones de moralidad, como tampoco creo que lo opuesto sea lo oportuno.
Si algo revela este estado de cosas es simplemente que la polarización que vivimos interesa y mucho a quienes detentan el poder. Tanto es así que la exhiben en los programas y tertulias más variopintos y escudriñan en las polémicas más encarnizadas para sacarles el máximo partido. Lo que revelan estas disputas sobre lo que ocurra o deje de ocurrir en la ciudad nipona es que una vez más se cumple aquello del “divide y vencerás” y, sí, un individuo aislado fluye mucho mejor en las cadenas de montaje de la sociedad capitalista (postcapitalista, hiperrealista, posmoderna o como quieran calificarla), uno se amolda mejor a los engranajes si está solo con sus pequeñas reivindicaciones personalísimas. Si algo revela este ostentoso espectáculo de nimiedades vestidas de grandes proclamas (feminismo, transexualismo, multiculturalidad, etc.) es que, por suerte, la España actual no es la Sudáfrica del apartheid, pero, por desgracia, Pedro Sánchez no es Nelson Mandela.
2 comentarios en “Los Juegos Olímpicos de Tokio. Estados vacíos, redes sociales inundadas ”
Gran colofón.
Por cierto, se ha colado una errata en el texto: «[…] …que el deporte a pasado a primer plano…»
Un saludo
¡Muchas gracias por leerlo y comentar! Corregido (gracias por el chivatazo). Un saludo y Sapere aude!