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Niño, ¿por qué lloras? Hacer política a toda costa.

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Todos los niños, menos uno, se hacen mayores. Tardan poco en saberlo y Wendy no iba a ser menos. Tenía dos años y estaba jugando en un jardín cuando tomó una flor y corrió hacia su mamá para dársela. Supongo que debía de tener un aspecto encantador, puesto que la señora Darling se llevó una mano al corazón y exclamó: «¡Ay, ojalá te quedaras así para siempre!». No volvieron a hablar de ello, pero a partir de entonces Wendy supo que iba a hacerse mayor. Todos nos enteramos de estas cosas poco después de cumplir los dos años. Los dos años son el principio del fin.

El inexpugnable mundo de los niños

Los dos años son el principio del fin reza James Barrie. En la historia que hoy vamos a contar el principio del fin llega con un poco de retraso, pero no con menos virulencia o impiedad. Aprender a volar debería ser el único y exclusivo deber de los niños, mantener el equilibrio ante las ventiscas y planear con elegancia para robar el sombrero a los señores y saludar a las damas. Los niños deberían preocuparse casi exclusivamente en saber mentir sin ruborizarse y gritar bravuconadas ininteligibles sin avergonzarse. Saltar, soñar, aguantar con cierta valentía impugnable las riñas de los más adultos que han descubierto su última barrabasada a la que seguirán muchas otras y llorar al sentir lejos el calor del hogar.

El mundo infantil no es un mundo de rosas como muchos nos hacen creer, no es un mundo entre algodones y nubes de color. Y no debiera ser así. Es un universo con sus propias reglas, una temporalidad muy diferente lo dirige. La niñez no está libre de obligaciones y responsabilidades tan exigentes como las de los señores de abrigo y mujeres con rímel y tacón. Sin embargo, ¡cuánto daríamos por volver a ese momento anterior al principio del fin!, ¡cuánto daríamos por vivir este otro ritmo, esa cadencia infranqueable de la inmortalidad incandescente! 

Pero la atrocidad no ha querido respetar la barrera que separa a los niños de los adultos, la más ridícula de las políticas, si es que acaso merece tal nombre, ha creído oportuno cruzar la línea prohibida que conduce al mundo de los niños. Eso, qué quieren que les diga, es imperdonable. Hay líneas que no se cruzan, hay lugares que aún merecen ser sacrosantos pese al tiempo de mutilaciones que nos ha tocado vivir. 

Karl Marx advirtió que, con el capitalismo, todo lo sólido se desvanece en el aire y todo lo sagrado es profanado. Aquéllos que se ufanan de lecturas marxistas muy sesudas, que prologan el Manifiesto Comunista como si de La dama de las camelias se tratara, que cantan La internacional creyéndose muy héroes, pero cambian la hoz y el martillo por una Red Wi-Fi y tres minutos en televisión. Lo mismo de aquellos que se rompen el pecho defendiendo la familia y poco o nada quieren saber de las que recurren a mantas y caldos calientes por ser la calefacción un lujo fuera de su alcance o han de esperar meses hasta que el médico de cabecera puede atender al familiar que ha tenido la mala fortuna de enfermar. Poco importa el signo y el color, unos y otros no han sentido ningún reparo político, no digo moral, y han cruzado una línea imperdonable profanando lo sagrado.

¡A las barricadas!

La semana comenzaba con la sonrisa siniestra de Ione Belarra anunciando a los cuatro vientos la colaboración de su Ministerio con niños y adolescentes para valorar en qué modo se ven afectados por las políticas públicas y llevar a las instituciones sus propuestas.

La infancia y la juventud tenéis que ser protagonistas para abordar los retos de país. No podéis estar en un segundo plano. No votáis y eso os lo pone más difícil, pero sois ciudadanos de primera categoría.

No les diré cuán propagandística y fuera de lugar me resulta tal iniciativa ni quiero estimar la cantidad de recursos públicos que irán destinados a tal creativa decisión, no lo haré porque la siguiente medida del Gobierno ha alcanzado cotas de incredulidad del todo insospechadas. Por supuesto, me refiero a la huelga de juguetes anunciada desde el Ministerio de Consumo. Pueden reírse cuanto quieran, yo ya le dediqué en su momento cuantiosas carcajadas hasta que me percaté de la subida del precio de la cesta de la compra que pesará sobre los lomos de unas cuantas familias estas navidades, me acordé de la pobreza energética y de los problemas de los agricultores a los que no les salen las cuentas. Me reí hasta el hartazgo de ver a los Playmobil reunidos con la patronal del juguete, imaginando a las Barbies haciéndose con pistolas de agua para hacer frente a las tanquetas en la calle y no pude evitar deleitarme fantaseando con sumarme a los piquetes de Lego que acosarían a aquellos traicioneros osos amorosos que trataran de llegar a las estanterías de cualquier ToysRUs.

Me pareció una manera impropia y ridícula de interceder en la vida y el mundo de los niños. Su colaboración en un Ministerio es simplemente estrambótica, una huelga de juguetes para denunciar el sexismo…, sólo escribirlo produce sonrojo. Por no hablar de que, además, caen en contradicción al asignar sexo a los muñecos cuando, para muchos de los defensores de la medida, el sexo es algo cuanto menos cuestionable sino descartable. No obstante, de estas dos medidas apenas quedará un chascarrillo en unas semanas como ocurrió con otras muchas. Twitter ha dado grandes glorias en forma de chistes y los tertulianos han tenido minutos de oro. A veces da la impresión de que el contribuyente más que pagar hospitales que se desploman descuidados, está sufragando una ópera bufa tragicómica a la que no sabe si aplaudir o abuchear. 

El principio del fin

Con todo, lo grave vino después, la semana prosiguió con la noticia del pequeño de Canet del Mar cuyos padres exigieron a la administración cumplir la legislación y que su hijo recibiera un 25% de las clases en castellano. Fue vergonzosa la reacción de algunos de los padres de los compañeros del menor que no tardaron en señalarlo a él y a su familia invitando a marginarlo e incluso a apedrear su casa. 

Quizá no tuviera dos años, pero creo que ese fue el principio del fin de ese pequeño. No hay lugar de España que no se haya hecho eco de su historia, una historia que, por otro lado, protagonizan otros muchos niños y familias en ese territorio cada vez más inhóspito. Familias que han tenido que enfrentarse a la Administración o que no se atreven por temor al señalamiento y la discriminación. Los “políticos” ya no entienden de la más mínima de las composturas y han profanado lo sagrado. El vertedero de infamias comienza a rebosar, pero no dudan en seguir atiborrándolo de indecencia. 

Sinceramente, ojalá pudiera decirles que ha quedado aquí esta violación sin nombre del mundo de los niños, pero no es así. Aún con la mirada puesta en Canet y nuestros pensamientos en ese pequeño que ha pasado a ser el protagonista de una historia que, desde luego, le queda demasiado grande, pues no le corresponde, ha llegado a los medios la sentencia del juez Manuel Piñar, titular del Juzgado de lo Penal 1 de Granada, por el que se deniega la excarcelación a Juana Rivas tras el indulto del Gobierno. 

El auto clama al cielo, se describe la tragedia de unos niños que han quedado al albur de unos y otros, uno de los cuales ha podido haber sufrido abusos sexuales cuando estaba bajo la tutela de la madre. Unos pequeños que han padecido no sólo la contienda entre sus padres en la que no me voy a meter, sino la contienda política, la manida batalla cultural. 

Juana Rivas estaba en casa de todo el mundo o, mejor dicho, Juana Rivas estaba en Galapagar, estaba en Galapagar en el momento justo en el que los pequeños vivían el principio del fin en sus carnes. Se ha hecho política con una tragedia que afecta a unos pequeños que han sufrido, sufren y sufrirán las consecuencias. Lo importante no es saber cuán supuestamente franquista, retrógrado y machista es el juez que ha fallado contra el indulto, no es saber cuánto de desequilibrada o inestable es la madre o hasta qué punto el padre es un monstruo maltratador. Estos hechos debían ser remitidos a un Tribunal y no precisamente al de la opinión pública. 

Ni Juana Rivas ni sus hijos ni la familia de Canet son ejemplo de nada, no queremos ejemplos, queremos ciudadanos cualesquiera, anónimos, cuyos derechos y libertades estén protegidos y amparados por la ley y las administraciones. Ojalá se acabe el tiempo de maravillosas ilustraciones en periódicos que dibujan a un pequeño de apenas cinco años como un héroe ante los independentistas separatistas. Ojalá pase el tiempo leer el número de las familias que se atreven a denunciar ante la Administración para que se cumpla una ley que está siendo vulnerada con gusto y desparpajo. Ojalá cesen los artículos que indagan en el perfil psicológico de una mujer que ha sido utilizada por unos y otros. Ojalá los límites que han desdibujado los manuales de ingeniería política y de marketing electoral vuelvan a ser marcados a fuego. Ojalá que el principio del fin de los más pequeños llegue en su momento, cuando corresponda y no por la estulticia más imperdonable de los que dicen cuidarnos a todos. ¿Quién cuida del niño de Canet, quién cuida de los pequeños de Juana Rivas?

Si quieren ganar votos, si quieren poner el foco en cuestiones fundamentales, que utilicen la imaginación, pero dejen a los niños. Sobre esto no hay concesiones, ni dudas, ni perdón. La vida de los niños no es fácil, su mundo no es un mundo de rosas. Pero es su mundo, la política de más baja estofa tiene su espacio en los mentideros, en las sedes, en los grupos de WhatsApp y en Twitter. Ya han causado bastantes estragos en el Parlamento convirtiéndolo en un circo al que cada vez asisten menos payasos y son más las butacas vacías, ya lo han hecho con las instituciones donde han colocado a los más próximos sin que el pulso les temblase lo más mínimo. Lo han hecho en tantos lugares y de tantas formas que entiendo que les resulte muy fácil y cómodo hacerlo ahora con el mundo de los niños, pero los más pequeños sólo tendrían que escuchar las palabras del que les enseñará a batallar contra piratas, a bailar con hadas y por supuesto a contradecir las leyes de la razón para alzar el vuelo a Nunca Jamás.

—Olvídalos, Wendy. Olvídalos a todos. Vente conmigo allí donde nunca, nunca jamás tendrás que preocuparte por cosas de mayores.

Nunca es muchísimo tiempo

Sería delicioso contaros que llegaron al cuarto de los niños a tiempo. Pero entonces no habría cuento.

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