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No hay monedas que acallen el rugir de un pueblo hambriento. La clase trabajadora sale a la calle.

Quinquinela-1

Aún sonaba el tintineo de las monedas rebotando en el suelo arenoso cuando alzó la cabeza aquel hombre por cuya frente empapada por el sudor resbalaban las últimas gotas de un esfuerzo labrado con el sol. Lo miró directamente a los ojos. Sus pupilas se encontraron y en ese momento, sin tener que moverse de su posición, su altura se elevó. Su rabia se concentró en unos labios apretados y una quijada tensa e indomable. Lo miró con desprecio como sólo se puede mirar a quien te intenta comprar con un puñado de migajas, quien te ofrece un suculento plato de lentejas por tu primogenitura. Media sonrisa tenue se dibujó en su boca y la dignidad de quien se sabe hombre se encarnó en apenas cinco palabras que fueron pronunciadas con claridad y cierta delicadeza: en mi hambre mando yo.

Otro cacique que intentaba comprar su voto, el voto de un pobre jornalero andaluz que poco sabía de política pero mucho de la vida, un labrador que poco sabía del poder pero mucho de la nobleza sin título ni titularidad. Un hombre hambriento y honrado.

Guárdense sus monedas y abran paso

Hoy el campo y las carreteras arden, el tumulto se hace presente en las calles de las ciudades por las que marchan trabajadores de todo el territorio español reivindicando, chillando, exigiendo y demandando. Son gentes de toda clase y condición. Los hay señoritos cabalgando a lomos de flamantes caballos, currantes que pasan noches enteras en la cabina de un camión con la única compañía de las luces que iluminan unos pocos metros de carretera. Los hay padres de familia, los hay nietos de labradores que a su vez fueron nietos de labradores, mujeres que acuden prestas con sus chalecos y pancartas. Los hay politizados, los hay apolíticos y los hay desencantados. Pero todos tienen algo en común: están hambrientos.

La Moncloa se pone nerviosa porque la ciudadanía comienza a percibir lo inevitable. Nuestros gobernantes comienzan a temblar porque hay clamores que no acallan los panfletos y hay tristezas que no palian los argumentarios. Cuántas razones tengan unos o cuántas razones tengan otros es difícil de precisar, el margen del Gobierno es limitado, los reclamos de los huelguistas dispares y aún así hay una verdad clamorosa que atraviesa toda posición política y consigue congregar el sentimiento unitario de la ciudadanía: hay hambre.

Efectivamente, el precio de los carburantes y de la cesta de la compra hacen insostenible una vida digna para cada vez más ciudadanos y la situación no parece que vaya a mejorar en los próximos meses. Hay hambre. Las familias asfixiadas piden aire y el único soplo que les llega viene cargado con un polvo sahariano de unos hermanos a los que hemos abandonado, una calima que sólo huele a traición y que ahoga aún más la podredumbre de estas gentes. Hay hambre. Los trabajadores anuncian con desasosiego la palmaria certeza de que trabajar a pérdidas no es trabajar y que Dios sabe cómo podrán afrontar las facturas, cómo podrán pagar a sus empleados. El miedo al desabastecimiento ha ocasionado que, por su parte, las familias españolas incrementen su compra en un 23% las últimas semanas por miedo a quedarse sin sus enseres más preciados, esto ha agravado el problema.

El ambiente crispado llega a la Moncloa y Pedro Sánchez urge a las potencias europeas a mediar, a tener en cuenta la sensibilidad de los ciudadanos y a tomar medidas de urgencia. El presidente de una nación que poco puede hacer por su país porque su soberanía limitada le exige rendir cuentas a terceros. Pero el hambre no entiende de disquisiciones diplomáticas ni límites geográficos y ruge, ruge en las avenidas, en las calles, ruge en el campo y en las carreteras, ruge en los almacenes y en las gasolineras. El hambre ruge y no deja de rugir, con megáfonos, con pitidos, con cláxones, el rugido de un pueblo que pasa hambre.

Este hambre del que hablo no está apellidado de rojo, ni de azul, ni de verde, ni de morado, ni de naranja, ni de turquesa, este hambre del que hablo va más allá del mísero electoralismo rancio de algunos que intentan aprovecharse de la coyuntura y que tarde o temprano la coyuntura también les sobrepasará a ellos. Este hambre no se concreta en una asociación o en un panfleto o manifiesto, este es un hambre cargado de materialidad. Me refiero a un hambre de hechos y ya no de palabras, un hambre de medidas y ya no de gestos, un hambre de legislación y no de conmiseración. Que se alejen los caciques partidistas que intentan hacerse un hueco entre las multitudes para hacer aflorar banderas identitarias que nada tienen que ver con este hambre. Que se guarden sus monedas los lisonjeros de turno, las plañideras habituales, su repiqueteo es insoportable y nada va a hacer acallar el rugido de los hambrientos. Que se queden los líderes en las sedes de sus partidos, esto les ha sobrepasado. Que dejen de vender el hambre de muchos en las redes sociales como si de propio se tratara, eso es una burla a unas tripas vacías y un ánimo cansado de trabajar para la pobreza. España ruge, más aún, los españoles rugen y este clamor fiero acabará sin dilación con aquel ingrato que se atreva hacer poesía sin tomar partido hasta mancharse.

Hoy repican monedas de muchos colores entre ellas, todo hay que decirlo, destaca un color verde como ayer lo hizo uno violeta. El rugir de tripas no se deja encandilar por colorines ni promesas vacuas, hay hambre y mirará a todo aquel que se le acerque para hacer negocio y sacar rédito con el mismo desprecio con que el jornalero miró al cacique y con la misma honorabilidad, si no más, volverá a mustiar firme y suavemente: en mi hambre mando yo.

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