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Pensar entre hachas y machetes. Una reflexión sobre el atentado en Algeciras

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“Loco”, “no estaba en sus cabales”, “se le fue la cabeza”, “estaba fuera de sí”. De estas y otras formas nos dirigimos a los machetazos que aún resuenan desde Algeciras, de estas y otras maneras hablamos de lo que no sabemos hablar, de lo que no queremos hablar, de lo que nos da pavor precisamente porque no tenemos palabras para calificarlo. El sinsentido sólo puede tomar la forma de locura, lo anormal sólo puede ser tratado de ignominioso. No se cierne a los parámetros de la razón, no se limita al logos, no se deja atrapar. Eso nos deja indefensos, nos acongoja, el ruido de machetazos nos devuelve al sinsentido de la incomprensión absoluta que nos arrebata toda posibilidad de decir, no en vano, eso trataría de hacer pasar por el tamiz de la razón precisamente lo que se nos presenta como lo otro de la razón.

En Algeciras se ha cometido una “barbarie”, una “salvajada”, una “bestialidad”. Nuevamente, se repite lo mismo, trasladamos el acto fuera de nosotros, lejos bien lejos. No lo comprendemos, no podemos establecer unos parámetros claros que nos permitan relacionarnos con él y controlarlo, son acontecimientos que hacen tambalear todo lo que teníamos por racional y certero y tenemos que lanzarlo lejos de nosotros si queremos sobrevivir psicológicamente, si queremos continuar nuestra existencia dentro de la cartografía que nos hemos labrado, un largo proceso de decantación civilizatoria que ha logrado dar con unas pautas de convivencia más o menos comunes, una recurrencia en el comportamiento previsible hasta cierto punto, una manera de manejarnos en un entorno que siempre se presenta como una incertidumbre.

En cuanto nos acosa esta irracionalidad irreverente, en cuanto se pasea machete en mano sin contemplaciones, sin treguas, dispuesta a matar y, en muchos casos, a morir, nos vemos sencillamente obligados a tratar de comprender, a tratar de asimilar en nuestros parámetros lógicos lo que acontece. No podemos. No entendemos. No sabemos. No escuchamos más que gritos y aullidos. No vemos más que sangre y lamentos. Claudicamos. “Loco”, “trastornado”, “salvaje”, “fundamentalista”. Nos agotamos. Lloramos.

En su momento una de las pensadoras más audaces del siglo XX, Hannah Arendt, tuvo el valor de colocar junto al concepto de “mal”, un concepto discutido y discutible, la idea de “banalidad”. Lo hacía en un momento muy delicado, ante un personaje muy concreto que congregó el odio de muchos. Ante la cara impertérrita de Eichmann, oficial alemán y uno de los responsables de las deportaciones de los judíos durante la Solución Final en la Alemania del Tercer Reich, Arendt atribuyó a sus actuaciones el calificativo de “banales”. Y no lo hacía en cuanto a fútiles o triviales, ni mucho menos. Lo que las hacían más transcendentales si cabe es esa banalidad que las aderezaba cuando voluntariamente el agente inculpado decidió ceder su voluntad a los mandatos de sus superiores. Decidió no decidir. Pensó que era mejor no pensar. “Sólo cumplía órdenes”.

No estaba loco, no era un salvaje, no estaba fuera de sí. Sólo en virtud de ello fue debidamente juzgado, pues era responsable de sus actos. Sólo por ello fue ahorcado por la gravedad de la banalidad de su comportamiento. Cuando un individuo (si es que podemos considerar que algo así como “individuo” exista) se enfrenta directamente a la interpretación de un texto sagrado, de una orden explícita, de una idea u ocurrencia, corre un riesgo demasiado grande del que nadie se libra: la hybris. El creerse en posesión de la verdad es algo perfectamente comprensible y natural, todos consideramos que nuestra cartografía vital, el mapamundi con el que nos orientamos en esta enmarañada existencia es el más válido y el que mejor se ajusta a los parámetros de la realidad. Ahora bien, si algo nos ha enseñado la ciencia, la universidad, la academia, es que la confrontación de teorías no asegura la verdad (una verdad que siempre queda más allá de nuestros intentos por alcanzarla), pero sí supone una salvaguarda para un pensamiento que se ha conformado con su interpretación del mundo sin tener el valor de contrastarlo con el resto. Un pensamiento que, por cobardía, complacencia o vagancia, ha preferido dejar de pensar.

No entendemos ni queremos entender, embadurnamos con lo siniestro lo que se nos escapa y caemos en el mismo pozo negro de lo incomprensible. Nos conformamos. Cerramos capítulo. Enterramos al asesinado. Siguiente parada, siguiente asunto, vuelta a la certidumbre de los días inaugurados por el corriente amanecer. No. Creo que hay que desafiar los límites del pensamiento tratando de llevarlo un poco más allá aunque sea una tarea abocada al fracaso, considero pertinente abrir los debates y no zanjarlos en una burda petición de principio que se aloja tras un desfile de “locos”, “monstruos”, “fanáticos”, “malos”, “villanos”…

Después de los funestos sucesos de Algeciras me uno, no sin dolor a aquellas palabras del alegre pulidor de lentes, Baruch Spinoza: No llores. No te indignes. Entiende. Efectivamente, entiende, un imperativo que ha traído no pocas retahílas de discusiones y acusaciones entrecruzadas dentro y fuera del ámbito de la filosofía. Comprender no quiere decir perdonar, no quiere decir exculpar o justificar. Comprender es hacernos justicia. Comprender es no caer en la complacencia de embadurnar la realidad con mitologemas que nos la hacen más plácida a la par que más lejana e irreal. El mundo no se hizo a nuestros designios, las cosas no se contentan con nuestras fantasías metafísica. Comprendamos (o intentémoslo), señores. Más allá del dolor (y seguramente porque hay dolor), sapere aude!

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