Encarnaba sabiduría, sosiego, elegancia. Tuve el privilegio de coincidir con ella antes de que nos dejara. Tuve la inmensa suerte de verla, de contagiarme ligeramente de su inteligencia disimulada por la contención tejida por convenciones y disimulos.
Pero, no se engañen (ni se dejen engañar), era imposible, no podría haber un resquicio de duda cuando uno entablaba una conversación con ella por unos pocos segundos. Su mirada reflejaba curiosidad, sus ojos verdes e inconfundibles te dejaban petrificado.
Hoy quisiera dedicar este breve y ligero escrito a una persona extraordinaria, a un ser humano inolvidable, a una mujer excepcional. Efectivamente, hoy quisiera hablarles de aquellas palabras que repetía una y otra vez y que, conforme se suceden en mi mente, me resultan un reservorio de sabiduría y consciencia: «cuida bien tus pies porque ellos han de sostenerte toda la vida ».
Pudiera parecer un consejo somero, evidente, simplón, sin embargo, me resulta lo más brillante que he escuchado en los últimos tiempos. Quizá la culpa sea mía y me rodee cada vez más estulticia, quizá sea que me conforme con poco o quizá sea el cariño y admiración que le profeso a esa persona, pero es tanta la nobleza que creo que se esconde en esas palabras, tanta la verdad que encierra esa leve y mísera lección que no dejo de pensar en ella.
¿Qué hacemos nosotros con nuestros pies?, ¿cuán alejados están éstos de la tierra?, ¿cuán estropeados, agarrotados, cansados, quejosos y quejumbrosos están nuestros sostenedores sempiternos? ¿Qué le diríamos si siguiese con vida y nos preguntara por ellos?
Casualmente, el pasado seis de enero Sus Majestades tuvieron la consideración de dejar en mi casa unas nuevas zapatillas para mi, las antiguas yacían moribundas después de caminar con ellas kilómetros y kilómetros y kilómetros… Fue una gran satisfacción comprobar que mis pies se acomodaban perfectamente al nuevo calzado. Sin embargo, conforme avanzaron los días los dolores en los talones comenzaron a hacer acto de presencia. Mi reacción fue disimular pensando que tendría que acostumbrarme a la nueva adquisición y que aquellas molestias remitirían con el tiempo. Evidentemente, no fue así. Tres semanas de dolores en las que el fisioterapeuta poco pudo hacer ya que yo insistía en llevar esas nuevas zapatillas que reemplazaban las antiguas. El dolor llegó a ser bastante punzante e incluso exasperante en ciertos momentos, las cremas no me he paliaban y los vendajes especiales tampoco. No se veía nada a simple vista, una cotidiana inflamación de esas que hacen mella. Sin embargo, tras veintiún días me acordé de sus palabras. Volví al armario donde guardaba los viejos zapatos y me los volví a calzar. A los pocos días mis tobillos volvieron más o menos a la normalidad. Y por si no era todavía lo suficientemente consciente, me percaté entonces de cuánta razón tenía esa frase, cuánta razón aquella mujer. Y sí, digo mujer porque no se entendería nada de su historia sin esa condición fundamental que imprimió carácter a cada uno de sus días, esa condición que quizá le impidió levantar el vuelo en muchas ocasiones, pero que le permitió forjarse en la sombra que exige la prudencia comedida y de la que emergen esas palabras labradas en sus propias carnes.
Era mujer, sí, efectivamente, y hoy es 8 de marzo, y qué puedo decir a esas otras mujeres (amigas, vecinas, hermanas, compañeras, camaradas): sigamos el consejo de las que han sabido y conocido, pies firmes, en el suelo, pisando fuerte, porque nos sostendrán toda la vida, y porque hay mucho que hacer, porque seguimos haciendo, porque seguiremos. No nos distraigamos, pies en la tierra, mirada al horizonte y caminemos, no dejemos de caminar.
Después de todo, ella nos dejó, se fue y yo, hoy, aún con un eco de dolor en mis tobillos, me acuerdo de ella, de sus palabras y sólo he podido hacer este pequeño homenaje a quien fue una mujer excepcional. Ella fue mi abuela, algún día espero ser su nieta. Feliz 8 de marzo.