No, señora Ayuso, no, esto no es una dictadura. No podemos permitir que las artimañas retóricas y juegos mediáticos tergiversen la cruda realidad: vivimos en una democracia, y basta con remontarnos a las enseñanzas de Aristóteles para comprender cuán dolorosamente cierto es esto.
Como es sabido, en su obra Política, Aristóteles desglosó las formas de gobierno en sus elementos más puros. Monarquía, aristocracia y república se yerguen como ideales, pero la democracia, desafortunadamente, se presenta por el Estagirita como una corrupción en sí misma. Aristóteles, sabio entre los sabios, desarrolló su disertación mediante una dualidad de criterios: el tipo de gobierno (de uno, de varios, de todos), en este caso, la democracia sería un gobierno de todos, como también lo sería la república, sin embargo, ambos modelos divergen en el modo de gobierno: siendo esta última el modo recto frente al desviado que representaba la democracia.
Es evidente, pues, que todos los regímenes que tienen como objetivo el bien común son rectos, según la justicia absoluta; en cambio, cuantos atienden sólo al interés personal de los gobernantes, son defectuosos y todos ellos desviaciones de los regímenes rectos, pues son despóticos y la ciudad es una comunidad de hombres libres (Pol. 1279a 11).
Como se advierte en el fragmento, la rectitud de un régimen se mide por su dedicación al bien común, ¡el bien común, señores, como cimiento de la virtud política! ¿Se imaginan contar hoy día con tan preciado valor en este u otros lares? La desviación, por otro lado, se produce cuando aquellos que ostentan el poder persiguen sus propios intereses (ya sean estos individuales o de grupos y/o camarillas). No se a ustedes, pero reflexionando sobre esta sistematización me viene a la cabeza la estampa de Santos Cerdán, secretario de Organización del PSOE, en una reunión con Carles Puigdemont en una sala decorada con una impactante imagen en la que un grupo de jóvenes portan una urna del referéndum ilegal celebrado el 1 de octubre de 2017. ¡Ven, ven como vivimos en una plena y auténtica democracia!, ¡ven como, efectivamente, con Pedro Sánchez los resortes democráticos estallan por las esporas de este deshecho país! Disfrutamos plenamente de un régimen en el que el interés de todos se sacrifica en el altar de una fracción, ¡lo ve, señora Ayuso, no nos engañe, esto no es una dictadura!
La democracia, en su esencia, diría Aristóteles, no es el gobierno de todos, sino el gobierno de una élite o fracción social. Un régimen faccioso que, en lugar de servir a la comunidad en su totalidad, se entrega al dominio de la clase gobernante. El filósofo, con agudeza, nos advierte que la democracia, como la oligarquía, no es más que un régimen de violencia, un sistema en el que una parte somete a la otra por la fuerza, de igual manera que lo haría un tirano.
Y en el análisis aristotélico se distinguen claramente los contrastes que acentúan más aún si cabe mi tesis de que gozamos de todas las ventajas de una democracia fuerte y robusta: la oligarquía se caracteriza por el linaje, la riqueza y la educación, mientras que la democracia es todo lo contrario: sus dirigentes destacan por la falta de nobleza, la pobreza y la ocupación en trabajos manuales. El trabajo manual, de acuerdo con el filósofo, es opuesto a la educación, y es aquí donde se desvela el oscuro retrato de la democracia. La democracia es gobernada por hombres sin educación, que carecen del ocio necesario para cultivar la virtud y participar en la polis.
No, no pretendo menospreciar a los trabajadores de cuello azul, cuya gnosis y sabiduría a menudo superan a muchos de los parlamentarios y opulentos habitantes de despachos. Sin embargo, en el sentido aristotélico, estamos gobernados por un individuo que representa la fracción más humilde y pobre donde las hubiere: el señor Pedro Sánchez, que, con menos gracia que el gran Fernando Galindo, se presenta a las puertas de Waterloo como un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo. ¿El presidente de la democracia española un esclavo? Por supuesto, nos diría Aristóteles, pues esclavo no es sino quien depende de otro para subsistir. ¿De cuántos depende usted, señor Sánchez? ¿A cuántos ha traicionado en aras de un acuerdo con sabor a lentejas? ¿Se han intercambiado también monedas de plata para sellar este infausto pacto?
Es tiempo de arrojar luz sobre las sombras, de comprender las complejidades de la democracia y de mantenernos alerta ante los juegos de poder que amenazan nuestro bienestar colectivo. Las enseñanzas de Aristóteles nos recuerdan la importancia de un gobierno que persiga el bien común, la virtud política, y no se entregue al servilismo de una clase dominante. Y sin pretender terminar este escrito con una soflama anti-felipista (que ya tiene el rey con lo que tiene): abogo por una república, es decir, aquella forma de gobierno que se da
cuando la mayor parte es la que gobierna atendiendo al interés común (Pol. 1279a 3).
¡Interés común, señores, qué sinsabores nos reportan dos palabras tan simples!
Así que, Salud y Res publica.