Suecia exilia a las pantallas: el papel regresa como soberano de las ideas

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Suecia, símbolo de la modernidad bien pensada, ha dado un paso inesperado que parece desafiar la lógica del progreso: reemplazar las tabletas en las aulas por libros de texto impresos. La decisión, lejos de ser un acto de nostalgia, parece una declaración de guerra a la sobreestimulación digital. En un mundo donde el conocimiento se mide en píxeles y datos, el regreso al papel resuena como un gesto casi filosófico: recordar que aprender no es lo mismo que consumir información.

Durante años, la educación se ha digitalizado con una fe casi religiosa en la tecnología. Nos dijeron que las pantallas democratizarían el aprendizaje, lo harían más accesible, interactivo, atractivo. Pero Suecia, siempre a la vanguardia, parece haber descubierto lo obvio: las tabletas no solo enseñan, también distraen. Entre notificaciones, actualizaciones y ventanas emergentes, el estudiante no aprende en un entorno digital; navega, y a menudo, naufraga. Frente a esta vorágine, el libro emerge como un refugio, una invitación a detenerse, a profundizar, a pensar.

Hay algo profundamente filosófico en esta decisión. El libro, ese objeto aparentemente anacrónico, representa una resistencia silenciosa contra la tiranía de la inmediatez. No seduce con estímulos constantes, no compite por nuestra atención, no exige interacciones. En su quietud, en su simple existencia, el libro nos recuerda que el conocimiento no necesita espectáculo. Como diría Heidegger, el libro «deja ser». Permite al lector habitar el texto, perderse y encontrarse en él, algo que difícilmente puede ofrecer una pantalla diseñada para la prisa y la superficialidad.

Sin embargo, esta elección sueca no solo revela una crisis educativa, sino también una paradoja del progreso. En la cúspide de la digitalización, los países más avanzados comienzan a darse cuenta de que no toda innovación es necesariamente un avance. Es como si el exceso de tecnología hubiera llevado a un punto de saturación, donde el progreso se repliega sobre sí mismo, buscando recuperar lo esencial. Un movimiento casi hegeliano: el futuro regresando al pasado para reconciliarse con lo eterno.

Pero detrás de esta discusión también hay una cuestión de poder. La digitalización educativa no es un acto neutral; es un negocio colosal. Las tabletas no son solo herramientas pedagógicas, son portales hacia un mercado de licencias, aplicaciones y datos. ¿Quién gana realmente con su omnipresencia en las aulas? Frente a este modelo extractivo, el libro se convierte en un símbolo de austeridad y equidad, un recordatorio de que la educación no debería ser un campo de explotación económica.

En España, la reacción ante el ejemplo sueco oscila entre la admiración y el escepticismo. Nos debatimos entre el fervor tecnológico y la nostalgia analógica, sin atrevernos a cuestionar el verdadero propósito de la educación. ¿Es formar mentes críticas o simplemente preparar engranajes funcionales para un sistema económico que prioriza la eficacia sobre el pensamiento? En este contexto, el regreso al papel no es solo un cambio de soporte, sino una declaración de intenciones.

El debate no es, en última instancia, sobre tabletas o libros, sino sobre cómo entendemos el aprendizaje. ¿Es un proceso que requiere tiempo, profundidad y reflexión, o una carrera para acumular certificados y métricas? Suecia, con su decisión, nos lanza una pregunta incómoda: ¿estamos educando para el presente inmediato o para un futuro que aún no comprendemos?

Por ahora, celebremos el regreso del papel como un acto de resistencia frente al vértigo digital. En un mundo sometido al tirón del clic, el libro es esa reliquia testaruda que se niega a morir, el rebelde que no sigue la corriente. Volver al papel no es retroceder; es recordar que mientras las pantallas gritan, el papel susurra, y en ese susurro se esconde lo que ninguna métrica podrá jamás capturar: la insolente libertad de una mente que no se deja domesticar.

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