La puesta en común de las producciones de carbón y de acero garantizará inmediatamente la creación de bases comunes de desarrollo económico (…) y cambiará el destino de esas regiones, que durante tanto tiempo se han dedicado a la fabricación de armas, de las que ellas mismas han sido las primeras víctimas.
Estas palabras fueron pronunciadas por del ministro francés de asuntos exteriores, Robert Schuman, en 1950. Este discurso y el compromiso que lo inspiró suponían el pistoletazo de salida para un proyecto, el proyecto europeo, cuyo lema no era otro que “unida en la diversidad”. No obstante, son muchos los años que nos separan de aquellas declaraciones bienintencionadas y muchos los desafíos a los que ha tenido que enfrentarse la Unión. Tanto es así que hoy, a la vista de la infausta retirada de Afganistán, a la luz de la falta de respeto por los valores europeos de algunos de sus miembros, sufriendo los desequilibrios de una fiscalidad dudosa de no pocos países comunitarios que se alzan presurosos a tildar de irresponsables al resto, ¿podemos asentir ante este lema sin mostrarnos cuanto menos dubitativos?, ¿podemos aplaudir el brío de Schuman sin ambages?, ¿de verdad estamos unidos en la adversidad?
Ante estas preguntas, me parece que la cuestión podría responderse añadiendo un adverbio al lema europeo quedando formulado de la siguiente manera: necesariamente unidos en la adversidad. Y es que realmente me parece que, nos guste o no, estamos condenados a entendernos. En mi opinión, la Unión Europea nace ante todo fruto del convencimiento de que la cooperación y el acuerdo son la mejor vía para un futuro de prosperidad y, sobre todo, para poder sobrevivir en un escenario internacional cada vez más complejo. Tal y como lo veo, no hay duda, es el interés el que nos une. Y, no se equivoquen, no es peccata minuta. La historia de la política internacional nos da sobradas muestras de que el interés forja las más sorprendentes alianzas y genera las más temibles hostilidades. El futuro de la Unión ha de pasar por una convergencia entre los Estados y una cesión de su soberanía cada vez mayores, lo quieran o no, se resistan o no, es cuestión de sobrevivir. Hoy día la supervivencia de un país en el panorama internacional se torna difícil, por no decir imposible, si discurre por separado. Quizá esté equivocada, el futuro del Reino Unido fuera de la Unión nos lo dirá.
Aunque la soberanía nacional sea aclamada por partidos que se han ocupado de generar escepticismo ante el proyecto europeo, los nuevos tiempos obligan a los países a mirar más allá de sus estrechas fronteras y buscar alianzas. Este hecho se ha hecho palpable en la gestión de la pandemia de la Covid-19, en el desarrollo de las vacunas, su fabricación y puesta en circulación, así como en la cooperación ante la crisis económica que la ha acompañado. Sin el apoyo y respaldo de los países de la Unión, dejando la provisión de material sanitario esencial al albur de las negociaciones a las que cada país individualmente pudiera llegar, hubiera dejado en la estacada a no pocos Estados y los efectos de la pandemia hubieran sido más catastróficos si cabe. De esta manera, creo que “más Europa” no sólo no es una quimera, sino que es una realidad insoslayable, ¿una realidad deseable? He ahí la cuestión.
En este punto es evidente que en términos democráticos la Unión no pasa por sus mejores momentos. Si las dinámicas insolidarias en las que cada Estado miembro mira por sus intereses individuales continúan proliferando y los intereses comunitarios no tienen cabida, Europa seguirá dando tumbos y perdiendo peso a nivel internacional. En esta línea, creo que es imprescindible replantearse el futuro de una Unión que ya no es la de los seis, ni tan siquiera de los doce, sino la de los veintisiete. Y precisamente la salida del Reino Unido, si bien es perjudicial para todos, puede servir de acicate para emprender reformas necesarias pues, después de todo, ha sido uno de los países que más oposición ha mostrado a proseguir en la senda de una Unión cada vez más estrecha.
Como se ha visto con el auge de partidos nacionalistas y euroescépticos, no todos los socios ven con buenos ojos encaminarse a lo que se ha venido llamar los «Estados Unidos de Europa», esto es, un federalismo político que sobrepase lo meramente funcional y, respetando los Estados que lo componen, amplíe decisivamente el marco de competencias que son transferidas a la Unión. Este hecho, se ha puesto de manifiesto con el Brexit y la salida de Reino Unido entre otras razones por su negativa a avanzar en el “proceso de creación de una unión cada vez más estrecha” (TFUE, Preámbulo).
Pero no nos engañemos, no estamos ante algo novedoso, estas suspicacias han marcado la construcción de la Unión desde sus comienzos y se han trasladado fácilmente a la ciudadanía que ve en Bruselas un leviatán burocrático poco eficaz y coercitivo. Al fin y al cabo, después de tantos años de travesía, ¿existe algo así como una ciudadanía europea? Aunque el artículo 9 del TFUE así lo contempla, no deja de ser papel mojado, no puede decirse que haya vínculos emocionales que acerquen a los ciudadanos de los países miembros, ni Himno de la Alegría que los haga palidecer. Si el proyecto quiere prosperar, es preciso tejer lazos que den soporte a tal declaración y que unan emocionalmente a los ciudadanos de la Unión.
Este no es un problema menor. Es verdad que se ha avanzado en muchas cuestiones y que la Europa que se nos presenta hoy poco o nada tiene que ver con la de hace unas décadas, sin embargo, el desencanto ciudadano por el proyecto europeo le resta legitimidad, impide la consecución de determinados acuerdos y da alas a formaciones políticas eurófobas y nacionalistas que arrojan dudas sobre las bondades de la Unión. La cuestión radica en si es preciso y posible construir una nacionalidad ya no sin la base de un Estado-nación, sino como complemento de ésta. Y esta pregunta atañe en primer lugar a los líderes políticos que dicen pilotar el proyecto.
En vista de que el mundo de hoy no es comparable al que se enfrentaron los Padres Fundadores, los desafíos son muy distintos y los miembros de la Unión muy diversos, ¿no habría de abrirse un período de reflexión en el que se expongan los principios que los unen y cuál es el horizonte al que quieren aproximarse? ¿Se busca una Europa federal?, ¿se considera que la Unión ya ha alcanzado el grado de convergencia deseable y que, por tanto, no hay nada que reformar?, ¿cuál es el papel que debe desempeñar en el mundo cuando la sombra de Estados Unidos empieza a palidecer ante una cada vez más poderosa China?, ¿a qué están dispuestos a renunciar los concernidos en este proyecto?
Todas estas cuestiones debieran ser respondidas y expuestas negro sobre blanco. Es hora de que los altos representantes de los países dejen de jugar al gato y al ratón en aquello en lo que nos va la vida a todos, que acaben de una vez con los señalamientos mutuos, los recelos y las deslealtades que se repiten una y otra vez. ¿Unidad en la diversidad? De que somos diversos no hay duda, pero que estemos unidos es más que cuestionable. Las vergüenzas de la Unión se han visto en un Kabul donde, por fortuna, hay valientes que siguen peleando por valores que rebosan los Decálogos y Tratados de Occidente y llenan las bocas de sus pérfidos ¿líderes?