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¿Votar bien, votar mal? Las palabras de Vargas Llosa a examen “racional”

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            ¿Puede la ciudadanía votar mal? Esta pregunta surge a raíz de unas provocadoras declaraciones que hizo el inminente Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa en la nada afortunada convención nacional del Partido Popular en la que en los últimos días hemos visto desfilar a diferentes gerifaltes y otros personajes de vanguardia que han dado mucho que hablar (y que reír). No obstante, en torno a las declaraciones de Vargas Llosa no han aflorado tanto las chanzas y burlas como la indignación y el escándalo. Sus palabras ante un auditorio expectante fueron las siguientes: 

Los latinoamericanos saldrán de la crisis cuando descubran que han votado mal. Lo importante de unas elecciones no es que haya libertad en esas elecciones, sino votar bien. Los países que votan mal lo pagan caro.[1]

Reformulemos la cuestión

            Como podrán imaginarse, ante semejante declamación los medios de comunicación y las principales plataformas de redes sociales estallaron al unísono. La cara de alguno de los asistentes cambió a tal velocidad y adquirió una apariencia tan ruborizada que me hubiera gustado poder degustarlo en primera línea. Sin embargo, alejándome de las razones y sin razones que llevaron al que fuera candidato para presidir Perú en 1990 a emitir tales palabras, sin querer discutir los pormenores de si lo que realmente quiso decir es que debieron haberle votado a él y no a Alberto Fujimori o si en Iberoamérica el populismo ha causado estragos, me gustaría plantear el asunto en otros términos. 

            A mi entender, Vargas Llosa no puso el interrogante donde tocaba, la pregunta no es si el pueblo o la ciudadanía puede votar mal, lo realmente importante es preguntarse si puede votar bien. Creo que a nadie sorprenderé si advierto que el ser humano, si bien inteligente, cuenta con un sinnúmero de sesgos y barreras que lo impiden actuar como un actor puramente racional. Evidentemente, son muchos nuestros talones de Aquiles, como muchas las flechas que minuto a minuto nos lanzan desde los medios, las sedes de los partidos o gabinetes de comunicación de los gobiernos. Todas aciertan y ante todas asentimos gozosos.

            Uno tiene una convicción del mundo muy arraigada que se sustenta en valores morales y políticos de primer orden muy difíciles de mover. Nuestra red neuronal hará lo posible (e incluso lo imposible) por mantener este orden de cosas y no exponerse al estrés y la ansiedad que un escenario de incertidumbre le ocasionaría. ¿Se imaginan todo el día cuestionando nuestros propios fundamentos o preguntándonos si lo que pensábamos que era bueno quizá no lo sea tanto? El sesgo de confirmación nos ayuda a que nuestro esquema mental no juegue a hacerse y deshacerse por cada nueva noticia o suceso. Es un mecanismo que imprime cierta rigidez al pensamiento y simplifica mucho nuestro día a día.

            Si bien esto es por todos conocido, quizá no tanto hasta qué punto este sesgo es tozudo y nos impide actuar con “racionalidad”. Tanto es así que una serie de experimentos psicológicos que se llevaron a cabo en 1979 sobre el sesgo de confirmación con una muestra de 151 participantes revelaron que, si bien los datos y los hechos que les mostraron contradecían sus criterios sobre la pena de muerte, no sólo no cambiaron de parecer, sino que tanto detractores como defensores regresaron a sus casas aún más convencidos si cabe que antes de someterse al estudio[2]. Convendrán conmigo que esta manera de desenvolverse es del todo menos racional, o al menos no racional en los términos que usualmente empleamos el término.

            Si somos votantes tradicionales del PP, votaremos a nuestro candidato; si siempre nos hemos situado a la izquierda del espectro ideológico disculparemos tantas tropelías como de ese lado provengan y seremos implacables con las de los partidos que se alejan de nuestro sentir. Consideramos que “nuestro” candidato, “nuestro” ideario es racionalmente el más válido, aunque la realidad no nos dé la razón. Y, además, lo justificamos creando un relato coherente que dé explicación a ese contorsionismo tan extravagante al que nos vemos sometidos. Por si fuera poco, como he apuntado, estar más informado no te hará más racional, sino que podría ser al contrario. 

            «No ha cumplido ni el 50% del programa con el que se presentó a las elecciones, pero ¿qué voy a hacer?, ¿voto a la derecha?, ¿voto en blanco y se lo llevan otros?». «Es cierto que hay algunos casos de corrupción, pero ¿y los ERE? Además, gestionan mejor la economía y no nos fríen a impuestos» y, así, un largo etcétera. Efectivamente tenemos serios problemas para desenvolvernos de una manera adecuada con la objetividad y eso nos pasa por ser humanos (quizá demasiado humanos). 

Eppur si muove 

            Después de todo, parece que la pregunta no es tan ridícula. Es un milagro que podamos decir que votamos bien. Somos carne de encuestas electorales, de poderes mediáticos, de campañas permanentes, de manipulaciones más o menos indiscretas, de opinadores más o menos maliciosos. Estamos al albur de nuestras propias creencias y, sin embargo, lo que se ha convenido llamar “democracia” funciona medianamente bien. Con muchos trasiegos y vacilaciones, el juego de mayorías y minorías en la medida en que nos engloba muchos acaba dando resultados no del todo insatisfactorios. Y esto nos sitúa ante el Teorema del jurado de Condorcet según el cual, en determinadas circunstancias, el incremento del número de votantes favorece que se tome la decisión correcta (racional, ajustada a los intereses). De modo que, de este circo indiscriminado de dogmatismos partidarios y polarización encendida puede resultar un espectáculo quizá no majestuoso, pero sí aceptable.

            Lo que está claro es que es un craso error caer en el populismo que bendice cada palabra que enuncia el pueblo. Seguir esa línea nos conduce sin remedio a lo que el filósofo Gustavo Bueno calificó muy ajustadamente como fundamentalismo democrático. La democracia es el Rey de Midas contemporáneo, todo lo que rodea la plática democrática es de por sí bello, justo y bueno. Seamos más racionales, disfrutamos las ventajas de un sistema que, con sus tiras y aflojas, nos ha proporcionado unos años de prosperidad nada desdeñables, pero todos sabemos que Aristóteles emitiría una ruidosa carcajada si se le dijese que la democracia es el mejor gobierno posible. El Estagirita era muy consciente de los peligros de la demagogia, de la tiranía de las mayorías ante un pueblo indocto y en aquel tiempo nada se sabía del funcionamiento cerebral o de neurología.            

            ¿Es respetable todo lo que salga de las urnas?, ¿existe algo así como la voluntad popular o el interés general?, ¿lo que decidan las mayorías es de por sí lo bueno? Evidentemente, no. Muchos son los casos que pueden a venirnos a la cabeza y que contradicen esta idea. Podemos acudir al clásico ejemplo de Hitler o pensar en las leyes de segregación de Estados Unidos. No nos olvidemos que Eisenhower tuvo que enviar al Ejército a Arkansas para que un grupo de estudiantes afroamericanos pudieran acudir a la escuela en contra de la decisión de su gobernador. Un gobernador que había sido votado por la ciudadanía. ¿Votó bien esa ciudadanía? ¿Salieron los medios izquierdistas a criticar a Ángela Merkel cuando acogió a los refugiados sirios contradiciendo lo que opinaba la mayoría de los alemanes? Desde luego yo no oí que ninguno la llamara fascista o anti-demócrata, más bien al contrario. ¿Y cuántos han creído ver en el Brexit una equivocación por parte de los británicos?

La duda metódica

            Concluyendo, no sé si se puede votar bien o mal, pero estoy convencida de que es necesario, imprescindible y saludable reflexionar y pensar, poner en duda nuestras convicciones más estrechas incluso las que atañen a la democracia. Nosotros, los electores, los que componemos el cuerpo electoral, tenemos el deber de no dejarnos arrastrar por los cantos de sirena y no aceptar cualquier palabra por venerable que resulte (como es el caso de “democracia”) como intocable. Siempre hay sitio para la duda y el pensamiento reflexivo y prudente. No sé cuándo se jodió el Perú, pero sí sé que, de seguir por esta vía de histrionismo encendido y gatillo rápido, la razón está jodida.


[1] https://www.elindependiente.com/espana/2021/09/30/vargas-llosa-en-la-convencion-del-pp-los-paises-que-votan-mal-lo-pagan-caro/

[2] Lord, C. G., Ross, L., & Lepper, M. R. (1979). Biased assimilation and attitude polarization: The effects of prior theories on subsequently considered evidence. Journal of Personality and Social Psychology, 37(11), 2098–2109. https://doi.org/10.1037/0022-3514.37.11.2098.

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